Bien es verdad que su comprensión del concepto “pueblo de Dios” distaba bastante de su significado bíblico y teológico, tal como el propio Vaticano II lo ha recuperado y revalorizado, pero en todo caso, la apelación simbólica siempre estaba ahí. La paradoja radica en la aversión que muestra esta galaxia del disenso, más o menos radical, hacia las variadas expresiones históricas del pueblo cristiano que se han producido a lo largo de estos años. Primero fue el rechazo de la religiosidad popular, disfrazado de buenas razones de pureza evangélica y madurez cristiana, que a la larga se ha revelado letal en términos pastorales. Después vino el desprecio a ese conjunto (masa, dirían ellos) de gentes que van a Misa el Domingo pero que no dirigen una crítica dialéctica a la moral burguesa de la que supuestamente son deudores, ni tampoco destacan por una oposición activa a la estructura jerárquica de la Iglesia: un pueblo borreguil e inmaduro, según su iluminada interpretación, al que habría que sacar de una vez de las tinieblas, aunque sea al precio de distanciarle de las cosas más esenciales para un cristiano.
Otra manifestación de esa urticaria, ha sido el rechazo agresivo de la realidad (por otra parte muy plural) de los llamados nuevos movimientos. Curiosamente, estos implican una realización concreta de la experiencia del pueblo de Dios y han servido para hacer visible que la fe sólo puede vivirse dentro de un vínculo comunitario, y que la propuesta cristiana sigue siendo atractiva para el mundo de hoy. Pero como estas comunidades acogen la fe apostólica con sencilla alegría y viven un afecto cordial a la totalidad de la Iglesia guiada por el Papa y los obispos, han merecido la denuncia de conservadurismo, espiritualismo y todos los “ismos” que suelen dispararse desde esas baterías.
Los ejemplos de esta aversión al pueblo (al pueblo concreto y real, no al mito de sus discursos) pueden multiplicarse. Las grandes concentraciones en torno a Juan Pablo II les producían escándalo, como si al Señor no le hubieran escuchado gentes de todo pelaje, unos angustiados, otros curiosos, algunos buscando esperanza, otros convencidos y fervorosos. Los frutos de conversión cristiana, de impulso misionero y de construcción social animada por la caridad, que han nacido de estas experiencias, raramente han hecho cambiar un ápice el discurso de estos grupos, que por supuesto siguen invocando a un pueblo inexistente que debería revolverse contra una cúpula opresiva y una tradición arcaica. Curiosamente, esta vanguardia iluminada apenas ha conseguido generar una experiencia comunitaria ni ha suscitado un fermento verdaderamente profético en la Iglesia, pero sí ha logrado sembrar los amargos frutos de la sospecha y el desafecto hacia el cuerpo eclesial tal como es. El último ejemplo lo tenemos en las reacciones de algunas asociaciones y tribunas de teólogos y pastoralistas ante la manifestación del 18J y la Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal que apoyaba la participación de los católicos.