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ARTÍCULO DE ANTONIO ELORZA

Benedicto XVI: caricaturas y retratos

Como las caricaturas grotescas pierden fuerza en la opinión (porque la realidad, como dice un buen amigo, es testaruda) algunos medios han pasado a una estrategia “más fina”, con pretensión intelectual, para desgastar la imagen de Benedicto XVI antes de que comience a recorrer los caminos del mundo.

Como las caricaturas grotescas pierden fuerza en la opinión (porque la realidad, como dice un buen amigo, es testaruda) algunos medios han pasado a una estrategia “más fina”, con pretensión intelectual, para desgastar la imagen de Benedicto XVI antes de que comience a recorrer los caminos del mundo.
Ratzinger, el teólogo
La verdad es que yo hubiera esperado más de un intelectual de la izquierda laica tan brillante a la hora de denunciar la ideología nacionalista o es islamismo agresivo, como es Antonio Elorza. Toda una inmensa sábana de letra apretada le ha concedido El País para perpetrar la perversión del verdadero retrato intelectual del Papa Ratzinger, a base de un potaje de lecturas mal citadas y peor entendidas, aisladas de su contexto y enhebradas para dibujar la imagen que previamente el autor ya había decidido: la del reaccionario antimoderno, pesimista incurable y déspota doctrinal. Menos mal que el buen Elorza salva al Papa de las acusaciones de contaminación nazi que por ahí circulan, aunque eso sí, apunta comprensivo que sus experiencias de juventud han podido influir en su sicología de Prefecto de hierro. ¡Qué delicada sutileza!
 
Sobre la condición de reaccionario, me permito tan solo citar a un colega de la cofradía de Elorza, o sea, un filósofo laico tan ilustrado al menos como él, pero que a buen seguro conoce mejor a Benedicto XVI. Me refiero a Ernesto Galli della Logia, que en un artículo publicado en el Corriere della Sera decía que “al elegir Papa a Joseph Ratzinger, la Iglesia católica ha puesto de manifiesto su vitalidad histórica y su muy probada sabiduría; no ha elegido a un rancio conservador, sino a un testigo de nuestra dramática época, uno de los actores del inesperado reencuentro entre la cultura laica y la cultura cristiana”. Della Logia recuerda la célebre conversación con Jürgen Habermas, sobre los grandes problemas de la ciencia y de la transmisión de la vida, y afirma que “está destinada muy probablemente a permanecer como una página altamente simbólica de la problemática intelectual de nuestros años”. Pues bien, Elorza no se ha enterado. En su artículo concede que Ratzinger “acepta la Ilustración, pero como una espina clavada en su carne”. Es lo que pasa cuando se lee con anteojeras: la verdad es que en su día, el Cardenal se dirigió a los laicistas para decirles que Europa es ciertamente el continente de las luces y de la razón, y que eso también lo defiende la Iglesia, pero que ellos “deberían reconocer también que el cristianismo es la espina dorsal de su carne”, o sea, de su identidad. No hay como citar bien, para entender mejor.
 
Otro asunto es el del pesimismo. Hay que reconocer que esto ha calado, a pesar de que Ratzinger sea, como alguno felizmente ha dicho, el Mozart de la Teología, y a pesar de que creció entre las risas de los angelotes barrocos de su Baviera profunda. Por más que leo y releo, no descubro el pesimismo del Papa Ratzinger, más aún, encuentro una esperanza verdaderamente teologal, yo diría que a prueba de bomba. En su libro Dios y el mundo, que a nuestro amigo ha debido costarle una indigestión, afirma que “lo primero que da importancia a la vida de cualquier persona es saber que es amada, porque quien se encuentra en una situación difícil resiste si sabe que alguien le espera, que es deseado y necesitado: Dios está ahí primero y me ama, esta es la razón segura sobre la que se asienta mi vida y a partir de la cual yo mismo puedo proyectarla”. Y en otra ocasión, en el libro La sal de la tierra, confesaba: “todos los seres humanos que conozco son buenos, y me parece una evidencia que el Creador sabe lo que hace”.
 
Nos queda examinar la imagen del “amo del calabozo”, del férreo controlador de la Doctrina, entendida como conjunto cristalizado de reglas y preceptos que se fulminan sobre los pobres fieles cristianos: “una Iglesia, un Papa, una Verdad”, ridiculiza Elorza haciendo un guiño a otra tríada de infame recuerdo. Infame es, ciertamente, la sugerencia, además de necia (que por si acaso, significa ignorante). En la homilía de San Juan de Letrán, Benedicto XVI explicó de manera insuperable el ministerio del Papa y de los obispos como garantía de que esa red de testigos que es la Iglesia, extendida en el espacio y en el tiempo, permanece fiel a su origen y fuente que es Cristo. Ninguna comunidad (tampoco la Iglesia), ningún hombre (tampoco el Papa) “posee la Verdad”, ni puede imponerla a persona alguna. Y sin embargo los cristianos sabemos que la Verdad no es una idea, sino el Misterio de Dios que se ha revelado en la carne y ha montado su tienda entre nosotros, para ser accesible a todos los hombres. Para la Iglesia, Cristo no es una posesión que se defiende, sino la presencia viva de Dios que continuamente le da forma, le mueve a cambiar, le saca de la tentación de fosilizarse, le llama a una conversión muchas veces dolorosa, y le urge a comunicar su tesoro a los hombres de todo tiempo y lugar.
 
Frente a la imagen grotesca de un führer eclesiástico que Elorza fabrica con materiales tan falsos, los gestos y las palabras de Benedicto XVI nos revelan cada día al Siervo de los siervos de Dios, al hombre ligado a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos cuya primera tarea es obedecer, y cuya misión, lejos de coartar el camino de los cristianos, es la garantía de su seguridad y de su auténtica libertad. Él sabe que cuando el cansancio y la opacidad anidan en la comunidad eclesial, el nuevo impulso llega con frecuencia de lugares imprevistos, suscitando en un primer momento desconcierto y perplejidad en la institución (Cfr. Dios y el mundo, p. 342) y sabe que en el futuro surgirán nuevas formas de vida cristiana y nuevas culturas de la fe, porque en una Iglesia viva ese movimiento siempre está en marcha (Cfr. La sal de la tierra, p.279-280). Por supuesto, al Sucesor de Pedro y a los obispos les corresponderá separar el grano de la paja, pero Benedicto XVI deja claro que su norte consiste en no extinguir el Espíritu: “examinadlo todo y quedaos con lo bueno”. Esta sí es su verdadera imagen.
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