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APORTACIÓN DE LA IGLESIA AL DEBATE PÚBLICO

De la Vega, de oyente a La Sapienza

La mayoría de los epígrafes del librillo de campaña del PSOE referidos a la Iglesia son de un burdo que más que asustar, divierte. Pero la vicepresidenta Fernández de la Vega debe tener algún asesor áulico que le escribe cosas al respecto, y así consigue elevar algunas décimas el nivel de la argumentación laicista. Primero fue su comparecencia en el Congreso tras la celebración de las familias del 30-D, y posteriormente un discurso en la Universidad de Deusto.

La mayoría de los epígrafes del librillo de campaña del PSOE referidos a la Iglesia son de un burdo que más que asustar, divierte. Pero la vicepresidenta Fernández de la Vega debe tener algún asesor áulico que le escribe cosas al respecto, y así consigue elevar algunas décimas el nivel de la argumentación laicista. Primero fue su comparecencia en el Congreso tras la celebración de las familias del 30-D, y posteriormente un discurso en la Universidad de Deusto.
María Teresa Fernández de la Vega

La tesis de la vicepresidenta es clara. La Iglesia puede opinar lo quiera (¡faltaría más!), pero su voz no puede ni debe ser tenida en cuenta en el proceso democrático de formación de la opinión pública, que se proyecta después en el ordenamiento jurídico de la convivencia. Según Fernández de la Vega, las opiniones de la Iglesia en materia antropológica y moral nacen de la fe y por tanto son ajenas a la razón, de manera que sólo serían válidas para los creyentes y no podrían aspirar a intervenir en el debate público, y menos aún pretender influir en las leyes.

Es irracional que la antropología y la moral que están en la base de la cultura occidental sean excluidas del ámbito de la razón debido a su pecado original de haber nacido en el campo de la tradición cristiana. El arte, la filosofía y el derecho que se han desarrollado en Europa en los últimos veinte siglos tienen esa inequívoca matriz, y resulta cuando menos aventurado decretar que, en lo sucesivo, el cristianismo ya no podrá contribuir a generar el tejido ético-cultural de nuestra sociedad. Y es que el argumento histórico (aunque no sea definitivo) no es un tema menor.

A todo esto responde lúcidamente la lección de Benedicto XVI dirigida a la Universidad de La Sapienza, de la que, por cierto, el mundo intelectual español, tan generalmente ramplón, provinciano y cicatero, apenas ha llegado a enterarse. Pensar que la señora vicepresidenta lo haya leído significa algo más que soñar, pero parece escrito para ella. En este sentido, el Papa critica que en nombre de una racionalidad a-histórica, la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas, que ha dado sustento y orientación a tantas generaciones, sea tirada impunemente a la papelera. Y para ello se apoya nada menos que en John Rawls, icono del positivismo jurídico, quien reconoce que la experiencia histórica es un criterio de racionalidad que no puede despreciarse sin más.

Universidad de La SapienzaSiguiendo esa estela, el Papa afirma que en la comunidad cristiana ha madurado a lo largo de los siglos una determinada sabiduría de la vida, un tesoro de conocimiento y de experiencia ética que es importante para toda la humanidad, y por eso la voz de la Iglesia interviene en el debate público representando con todo derecho una razón ética que merece ser escuchada. Impresionante respuesta a la burda exclusión que esgrime el PSOE desde fin de año, casi sin tregua.

Pero hay otro momento especialmente significativo en la lección de La Sapienza, que ofrece una luz imprescindible para clarificar el debate alicorto planteado en España por una izquierda sectaria, y en el que no desea entrar una derecha acomplejada. Benedicto XVI se pregunta (y pregunta al mundo universitario): "¿cómo se establecen los criterios de justicia que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y sirven al hombre para ser bueno?"

En este punto el Papa se refiere a los procesos democráticos de formación de la opinión, y apela a la sugerencia de Jürgen Habermas, para quien no basta la lucha por las mayorías aritméticas, sino que es preciso "un proceso de argumentación sensible a la verdad". El Papa reconoce que está bien dicho, aunque sea muy difícil transformar esto en una praxis política, pero en todo caso es decisivo para el futuro de nuestras democracias volver a insertar el concepto de verdad en del debate filosófico y político. Y para ello es preciso que en ese proceso de formación de la opinión sobre la justa convivencia, sean escuchadas instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que eso signifique querer restarles importancia.

La pregunta acuciante en el debate público español sería ésta: ¿tiene la Iglesia católica, con su sabiduría de siglos, sus obras y realizaciones históricas, carta de ciudadanía para contribuir al proceso democrático que da forma a nuestra convivencia civil? Benedicto XVI nos ha regalado una imprevista respuesta en su preciosa lección de La Sapienza: a pesar de los errores cometidos tantas veces por los hombres de Iglesia, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana demuestra que ésta es una instancia para la razón pública. El mensaje cristiano, disponible siempre al debate racional y por tanto a la crítica, y encarnado en el testimonio público de los creyentes, impide que se cierre en nuestra sociedad la sensibilidad hacia la verdad de lo humano, y actúa como una fuerza contra la presión del poder y de los intereses particulares. ¿A quién le interesa prescindir de esto?

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