Cuando alguien que detenta el poder señala con el dedo acusador a los que suponen un obstáculo para sus proyectos, es para echarse a temblar. Recordemos que la Vicepresidenta ha proclamado en otras ocasiones que quiere "hacer pedagogía", pero no desde las aulas, o desde el debate cultural a campo abierto, sino mediante los instrumento del poder aplicados al cuerpo de una sociedad a la que considera demasiado torpe y oscura todavía.
De poco servirá, seguramente, refrescar la memoria de tan ilustrada ministra sobre quién enseñó a leer a Europa; quién recopiló, guardó y transmitió la cultura clásica; quién formuló el primer Derecho Internacional, quién comenzó a escrutar el firmamento con rudimentarios telescopios y quién desentrañó los primeros misterios de la genética; o quién abrió los primeros hospitales, o inventó aquello de la escolarización universal: fue en los Estados Vaticanos, señora de la Vega, y se ve que San José de Calasanz madrugó más que la Institución Libre de Enseñanza. Sin bucear tan hondo, cabría recordarle que el testimonio de miles de mártires cristianos (bastantes curas entre ellos) ha sido un valladar inquebrantable frente a la gran mentira de los totalitarismos que durante el siglo XX prometieron el paraíso en la tierra, sembrándola a continuación de sangre y de lágrimas.
Lo malo de la señora Vicepresidenta no es que se combata la tradición cristiana. Otros mucho más grandes que ella lo han hecho a lo largo de la historia, y merecen todo respeto. Lo malo es que tiene un proyecto ideológico para modelar la sociedad conforme al patrón de su calentura ideológica, y cuando descubre un obstáculo (se llamen curas, jueces o medios de comunicación) siente la tentación de arrancarlo del mapa. Desde luego, el oficio principal de los cristianos no ha sido nunca el de oponerse, pero convendrán conmigo en que a veces, resulta necesario hacerlo.