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DEBATE SOBRE LAICIDAD Y LAICISMO

Diagnóstico disparatado

El pasado 30 de enero, en la tribuna del Club Siglo XXI, el cardenal Rouco reclamaba una vuelta al consenso constitucional en materia de libertad de educación, y advertía de los riesgos que conlleva la deriva del laicismo radical que ha fomentado el Ejecutivo Zapatero.

El pasado 30 de enero, en la tribuna del Club Siglo XXI, el cardenal Rouco reclamaba una vuelta al consenso constitucional en materia de libertad de educación, y advertía de los riesgos que conlleva la deriva del laicismo radical que ha fomentado el Ejecutivo Zapatero.
Zapatero y la educación

Al día siguiente, junto al recio llamamiento del cardenal los medios ofrecían como contrapunto el diagnóstico del sociólogo Díaz Salazar, frecuentemente solicitado por curias y aulas eclesiales varias, según el cual el Gobierno no ha practicado una política laicista sino una laicidad integradora, mientras que sería la jerarquía católica la que, con su nostalgia del nacional-catolicismo, impide a día de hoy una verdadera paz religiosa y un pluralismo armónico.

Uno de los dramas de algunos sectores del catolicismo occidental de los últimos decenios, ha sido sin duda su propia autoconciencia culpable, su complejo de no haber asimilado la modernidad y de arrastrar consigo el peso insoportable de una historia que no se acepta y mucho menos se ama. Es en definitiva una conciencia amarga y autodestructiva, que con el pretexto de la renovación del catolicismo, prescribe la secularización interna (tantas veces denunciada por los obispos españoles) como receta para que la Iglesia se agarre a una especie de "último tren", antes de quedar convertida en una gran secta apartada de la vida común de los mortales (Salazar dixit). Esto ha sido común en el acercamiento a los temas eclesiales por parte de muchos intelectuales católicos autodenominados progresistas, pero que suceda aquí y ahora, con el telón de fondo de los tres años de Zapatero en La Moncloa, resulta de aurora boreal.

Es cierto que Díaz Salazar es un referente intelectual de la corriente de "Cristianos por el Socialismo", pero aceptar sin más las tesis de la dirección del PSOE sobre sus relaciones con la Iglesia no acrecienta demasiado su prestigio. No hace falta ser un observador muy agudo para detectar cuál ha sido el sesgo de la política de Zapatero en materia de libertad de educación, familia, bioética, presencia religiosa en el espacio público, etc. Pero si esto fuera poco, basta con leer los discursos del propio presidente en los que considera lo religioso como un factor puramente subjetivo y privado, cuyo significado histórico equivale a oscurantismo y retraso, o solazarse con el manifiesto laicista del PSOE que advertía de los tremendos riesgos para la convivencia que conllevan los monoteismos fanáticos. Y si todo esto no resulta suficiente, se puede recomendar al autor una pasada por los artículos de Peces Barba, que postulan la sustitución de la matriz cultural católica española por otra de carácter laico (operación realizada desde el poder y con sus instrumentos) y que califica al protagonismo histórico de la Iglesia como una gran desgracia nacional. Pues bien, a pesar de todo ello, el católico Díaz Salazar considera al PSOE como el mayor patrimonio moral de la sociedad española. Ya es pasarse.

Como bien señalaba hace poco el eurodiputado Jaime Mayor Oreja, el proceso revolucionario acometido por la actual legislatura implica cancelar la Transición (tejida con los mimbres del humanismo cristiano, que en el fondo compartían todos, de la izquierda a la derecha), reinventar la configuración de España como nación, y sustituir la matriz cultural católica por otra laicista radical. Analizar la cuestión del factor católico en la política española eludiendo estos hechos, se traduce en una película como la que nos narra Díaz Salazar, que debería competir en la sección de cine fantástico, no sé si cómico o más bien trágico.

Rafael Díaz SalazarLo más tremendo es que este sociólogo encuadrado en las filas del progresismo católico tiene muy claro de quién es la culpa de que no se consiga una laicidad pacífica y armónica en esta España nuestra: naturalmente, de la jerarquía católica y de los movimientos que él etiqueta como neoconservadores o integristas (una jerga tan rancia como inútil). La verdad es que los obispos españoles han prestado un servicio impagable al conjunto de la sociedad (no sólo a los católicos) al ejercer una crítica cultural de fondo al proyecto revolucionario del Gobierno, al defender un espacio de verdadera libertad para todos, y al sostener la validez racional de un conjunto de valores que aseguran la vertebración social y el bien común. Y todo eso, en pro de una auténtica laicidad, que sólo será posible en tanto en cuanto la presencia cristiana sea una realidad viva en el ámbito público. Y en cuanto a los movimientos, aunque sólo fuera por su capacidad de generar comunidad, de custodiar la experiencia cristiana y de educar en la fe, merecerían alguna simpatía, sin olvidar que su vitalidad en los campos de la caridad y la cultura, es una contribución contante y sonante al acerbo del bien común de una sociedad abierta y plural.

Algunos colegas alineados con las tesis de Díaz Salazar se han sentido heridos ante las críticas cosechadas por su última obra. Desde luego siempre soy partidario de afinar la crítica, de evitar malentendidos y de mantener en pie la vieja máxima de San Agustín: en lo esencial unidad, en el resto libertad, y en todo caridad. Pero sorprende lo delicada que tienen algunos la piel, sobre todo después de ver cómo dispensan certificados de modernidad y de integrismo. La clarificación sobre el significado de la laicidad, a la que tanto está contribuyendo el magisterio de Benedicto XVI, es absolutamente necesaria para la misión de la Iglesia en España en este momento histórico, y por eso un diálogo en profundidad sobre este asunto, es urgente entre los distintos temperamentos de la comunidad católica española. Desgraciadamente, un texto tan unilateral y lleno de prejuicios ideológicos como el de Díaz Salazar no contribuye a ello y, por el contrario, da cobertura al laicismo más agresivo que se recuerda en España desde la II República.
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