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MUERTE DE ALEXIS II

Ecumenismo y misión en la madre Rusia

Verdaderamente los caminos del Señor no son nuestros caminos. En la misma semana en que se presentaba en Moscú la edición rusa del libro Jesús de Nazareth de Benedicto XVI, y cuando llegaban a Roma señales consistentes del deseo de Alexis II de encontrarse con el Papa, el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias ha fallecido. Con su muerte se cierra una etapa compleja y dolorosa de la Ortodoxia rusa, mientras se abren numerosos interrogantes cara al futuro.

Verdaderamente los caminos del Señor no son nuestros caminos. En la misma semana en que se presentaba en Moscú la edición rusa del libro Jesús de Nazareth de Benedicto XVI, y cuando llegaban a Roma señales consistentes del deseo de Alexis II de encontrarse con el Papa, el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias ha fallecido. Con su muerte se cierra una etapa compleja y dolorosa de la Ortodoxia rusa, mientras se abren numerosos interrogantes cara al futuro.

El comienzo del ministerio pastoral de Alexei Ridiger se remonta al lejano 1961, cuando fue ordenado obispo de Tallin, en su Estonia natal. Estamos pues en los años oscuros del poder soviético bajo la batuta de Kruschev, cuando la Iglesia ortodoxa se debate entre la persecución y la conquista de pequeños espacios para conservar lo esencial. Desde entonces su figura no hizo sino crecer, hasta ser nombrado Patriarca de Moscú en 1990, coincidiendo con el hundimiento de la URSS. Más de una vez se le han reprochado, desde los ámbitos de la ortodoxia que más sufrió durante el comunismo, sus componendas con el poder soviético e incluso su colaboracionismo. El propio Alexis II pidió perdón, comprensión y oraciones, dado que sus silencios y compromisos con el poder, siempre orientados según él a defender y preservar la vida de la Iglesia, habían producido dolor y escándalo en algunos ambientes del pueblo cristiano. Los mejores conocedores del personaje destacan la contradicción dramática que él mismo experimentó en aquellos años.

Con la caída del entramado soviético se presentaron graves desafíos a la misión de la Iglesia Ortodoxa rusa. En primer lugar, el de evangelizar una población espiritualmente devastada por la ideología comunista; en segundo lugar, el de la propia reconstrucción de sus estructuras pastorales; y por último, el de situarse con suficiente libertad respecto a un nuevo poder político que miraba a la Iglesia como uno de los pocos cementos reales para dar unidad a un país desmoralizado, y como depositaria de la tradición cultural y moral de la antigua Rusia. Difícil y resbaladizo pasaje el que Alexis II ha debido conducir en estos años.

La cuestión del ecumenismo, y especialmente las relaciones con la Iglesia Católica, ha sido uno de los capítulos más controvertidos de su Patriarcado. Por un lado le tocó coincidir con el primer Papa eslavo de la historia, que además fue uno de los actores principales del derrumbe comunista, y lo que podía haber sido una ventaja se transformó en un grave inconveniente. Juan Pablo II era un polaco, lo que despertaba el milenario recelo del alma rusa, y su especial sensibilidad hacia el este europeo fue vista siempre en Moscú como una intolerable pretensión expansionista. Por otra parte, el protagonismo histórico que cobró el Papa Wojtyla en la escena internacional le convertía en un líder aún más peligroso a los ojos de quienes temían cualquier interferencia católica en el territorio de la madre Rusia. Y así nacieron las acusaciones de proselitismo contra las pequeñas pero activas comunidades católicas en Moscú, en el Volga o en Siberia, y se redobló la histórica antipatía hacia las pujantes comunidades católicas de rito oriental en Ucrania.

De poco sirvieron las explicaciones y los gestos que llegaban desde Roma, aunque también hay que decir que Juan Pablo II siguió adelante en aquello que consideraba una responsabilidad indeclinable del Sucesor de Pedro: dotar de una estructura y un cuidado pastoral a los católicos desperdigados por la inmensa Rusia y apoyar a los heroicos católicos orientales, despectivamente denominados "uniatas" por sus hermanos ortodoxos. Así pues, Alexis II vetó el ansiado viaje del Papa a Rusia y congeló sine die la entrevista que Juan Pablo II tanto ansiaba, para disolver cara a cara los malentendidos. Es cierto que en el último tramo de la vida de éste, la postura del Patriarca pareció ablandarse, pero sólo la llegada de Benedicto XVI a la sede de Pedro permite hablar de un incipiente deshielo.

Paradojas de la vida: un Papa alemán, teólogo, amante de la Tradición y especialmente volcado en la liturgia, ha sido a los ojos de Alexis II un interlocutor menos incómodo. A ello se suma la inteligencia de Roma al promover al arzobispo de origen polaco Tadeusz Kondrusiewicz a la sede de Minsk, e instalar en la diócesis de la Madre de Dios, en Moscú, al italiano Paolo Pezzi, un hombre mucho más aceptable para el Patriarcado ortodoxo. La intensificación del intercambio epistolar entre Alexis II y Benedicto XVI, o la presencia de notables cardenales como Sepe, Kasper o Vingt-Trois en el Kremlin, demuestran que las cosas estaban cambiando. Por otra parte, como ha revelado el Patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, Alexis sentía próximo su final y le urgía la tarea de la paz ecuménica. Benedicto XVI le ha rendido un cálido y sobrio homenaje al destacar sus esfuerzos para asegurar el renacimiento de la Iglesia tras la dura opresión ideológica que causó tantos mártires, así como su batalla a favor de los valores evangélicos en Europa.

Ahora debe ser el Santo Sínodo quien decida, en el plazo de seis meses, quién ocupará el Patriarcado de la "tercera Roma", que en términos de población e influencia bien puede considerarse "segunda". El encargo realizado al metropolita Kirill de Smolensk y Kaliningrado, de asumir interinamente la responsabilidad, puede ser indicio de por dónde se inclina la jerarquía ortodoxa. Kirill es un hombre de gran talla teológica y capacidad de diálogo, que en más de una ocasión ha hecho gala de buenas relaciones con el catolicismo y que quiso prologar con un bello y elogioso texto la edición rusa de la Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger. En cualquier caso, al nuevo Patriarca le corresponderá asegurar la dedicación total de la Iglesia a la misión, en una Rusia profundamente descristianizada (pese a las apariencias); y me temo que también le espera librar una sorda batalla por la independencia de la Iglesia, mientras el tándem Mevdeved-Putin acaricia el sueño de una nueva Rusia imperial. Para todo ello Roma puede ser aliada eficaz, y más aún, hermana.
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