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ABORTO

El cardenal Rouco, defensor de la democracia

Se podrá decir más alto, pero no más claro. El presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Antonio María Rouco, ha trazado una gruesa línea en el suelo de defensa de la democracia. Y ha dicho "hasta aquí, basta ya, por aquí no pasa la política de este Gobierno". Una cosa es el buen rollito con la vicepresidenta, según cuándo y según con quién, o las ganas de agradar a ciertos sectores eclesiales y episcopales de destacados y destacables socialistas que habitan en las más variadas estepas de la complejidad de convicciones y de conciencia.

Se podrá decir más alto, pero no más claro. El presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Antonio María Rouco, ha trazado una gruesa línea en el suelo de defensa de la democracia. Y ha dicho "hasta aquí, basta ya, por aquí no pasa la política de este Gobierno". Una cosa es el buen rollito con la vicepresidenta, según cuándo y según con quién, o las ganas de agradar a ciertos sectores eclesiales y episcopales de destacados y destacables socialistas que habitan en las más variadas estepas de la complejidad de convicciones y de conciencia.

Otra muy distinta que nos vayamos a tragar la ley del aborto libre como estandarte de las nuevas conquistas sociales de Zapatero. Lo que ya no puede ser, por más que se empeñen los que piensa que el diálogo todo lo soluciona, es que la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, y su coro de vírgenes –al estilo bíblico–, vaya por ahí repitiendo que con el aborto libre –nosotras parimos paridas, nosotros decidimos lo que no se debe decidir–, se amplíe la democracia. O la Vice no sabe lo que es al aborto o no sabe lo que es la democracia. Lo que se va a ampliar con el aborto, y eso sí que es seguro, es la cuenta de ingresos de las clínicas abortivas, dedicadas al ejercicio del asesinato teñido de rigor quirúrgico. Lo que se va a ampliar con el aborto es la larga mano del totalitarismo ideológico y de la anomia ética que atenaza a la sociedad española desde que alguien, no sé si más o menos listo que Sarkozy, escribiera aquella inexistente hoja de ruta. Menos mal que no existe, porque si existiera... Por más que se empeñen los ministros, para ser demócratas no hay que defender el aborto.

El cardenal Rouco ha recordado en el discurso siempre programático de la Asamblea Plenaria de los obispos –es decir, de la semana en que sí existe la Conferencia Episcopal– lo que repetía Juan Pablo II, un Papa que había luchado contra la hidra de la dictadura a favor de la democracia de verdad: la confusión de la conciencia colectiva, que podemos calificar como trágica, llega hasta el punto de que puede, por los mecanismo del escepticismo y del relativismo, llegar a poner en duda los fundamentos de la democracia. Una democracia que si sólo se restringiera al ejercicio de la técnica de decisión de los representantes públicos y de los gestores del poder sería una ficción de democracia. Las leyes, que emanan del pueblo y son para el pueblo, no pueden convertirse en formulaciones más o menos avanzadas de las opiniones e intereses más o menos perfilados de sectores mayoritarios de la sociedad. Como señaló el autor clásico, lo que no es democracia es demagogia. Cabe la pátina de los nuevos derechos sociales. Pero bajo el paraguas de que la fe no legisla, una frase que pasará a este paso al desprecio de la historia, bajo la profundidad y la agudeza mental de quien afirma que lo que deben hacer los obispos es hablar del pecado, como si los obispos no supieran de lo que tienen que hablar (que, por cierto, no es precisamente del pecado), lo que se esconde es la pretensión de manipular a las personas en pos de un sistema social conducente a la esclavitud más avanzada, la del pensamiento.

La Iglesia en España no tiene que asistir a clases de democracia. Algunos destacados miembros del Partido Socialista probablemente sí. La Iglesia en España ha contribuido decisivamente a que el Partido Socialista pueda decir lo que dice. Pero lo que la Iglesia no podrá nunca, a no ser que sea infiel a su naturaleza y a su misión, es dejar de advertir proféticamente que si el Gobierno, el poder ejecutivo y el legislativo –cualquier poder– traspasa ciertas líneas o pone en peligro la vida y la dignidad de la persona humana, lo que está en juego es la libertad. La Iglesia no tiene que pedir permiso a ningún poder para hablar en la sociedad. Fijémonos en lo que ha pasado con la propuesta del Parlamento belga y la pertinente y contundente respuesta de la Santa Sede. La elocuencia de la Iglesia es condición de su libertad y garantía para la verdad. Una verdad no sólo para los católicos, para todos.
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