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RELATIVISMO

El Ministerio de la Indiferencia

Hace unos días, el obispo episcopaliano norteamericano, Gene Robinson, formalizó civilmente su relación con el también varón, Mark Andrew. Éste es un hecho más de una larga serie que va tachonando el mundo anglicano y esbozando el perfil de la permeabilidad de esta confesión a la sociedad.

Hace unos días, el obispo episcopaliano norteamericano, Gene Robinson, formalizó civilmente su relación con el también varón, Mark Andrew. Éste es un hecho más de una larga serie que va tachonando el mundo anglicano y esbozando el perfil de la permeabilidad de esta confesión a la sociedad.
Gene Robinson recibiendo la mitra de manos de Mark Andrew durante su ordenación como obispo
Probablemente algún lector podrá pensar que esto es un problema de ellos y que allá se las verán con este asunto, y otros, este verano en Canterbury en la conferencia mundial de dicha confesión. Desde la perspectiva ecuménica no es cuestión baladí, pero es que además es un espejo donde mirarse. Cuando uno se ve en el otro y no en la superficie de un lago, ve al otro en sí y, lejos del ensimismamiento narcisista, llega al nosotros, sintiendo como propia la dolencia ajena.
 
En su interesante libro de 1998 recientemente traducido al español, La diferencia prohibida, Tony Anatrella va analizando las consecuencias de mayo del 68 en cuestiones como la familia, la sexualidad, la educación, la violencia y la configuración social. La tesis, a través de la cual va examinando estos puntos, es que, tras aquella revuelta francesa, la sociedad no soporta la diferencia, la niega. La causa fundamental estaría, para dicho autor, en la desaparición de la figura paterna y la función simbólica de la misma, necesaria para la constitución de personalidades diferenciadas.
 
Friedrich NietzscheEn mi más que modesta opinión, la desaparición de la figura paterna es consecuencia, a su vez, de una crisis más profunda y, si no, que les pregunten a Kierkegaard, Nietzsche o Unamuno, señeros testigos, cada uno a su modo, de la dilución de la figura del Padre. Lo que parece innegable es que vivimos en una sociedad que confunde la igualdad con la negación de la diferencia. Medrosa del relieve personal y relativizadora de cualquier verdad, acaso como compensación o justificación de la incapacidad para la afirmación propia, nos sume en la narcótica confusión del masificador relativismo. Tal vez, incluso por envidia de no poder salir de la inconsciencia de la madre Naturaleza y entrar en la personalización de la Historia, se niega la posibilidad de que otros puedan hacerlo. Roto el espejo del Tú divino, habrá que consolarse con el opio de cualquier paganismo. Por ello, el Ministerio de la Igualdad debería ser el Ministerio de la In-diferencia. Y, para él, qué mejor elección que un personaje prototípico del hombre-masa de Ortega. Y no se me enfade la ministra –no tengo estómago para escribir la mayúscula–, pues no he dicho el varón-masa.
 
Por Pentecostés, los obispos de la CEAS hicieron público un mensaje, Laicos cristianos: sal y luz del mundo, en el que confesaban públicamente algunos "pecados" pastorales que, en mi opinión, eran más importantes que el caso Galileo. A lo que allí proponen, me permitiría añadir algunas sugerencias. Una sería que las estructuras pastorales actuales –las que son herencia secular y no constitutivas de la Iglesia– son sumamente permeables a la sociedad. Si la pleamar relativista ha entrado a la sacristía, no es por casualidad. Uno de los grandes retos que tiene la Iglesia Católica, y no sólo en España, es diferenciarse de la sociedad, lo que no significa constituirse en gueto. Esto pasa por definirse, que es perfilar los límites, es decir, quién está dentro y quién fuera, cómo se entra, cómo se vive en ella y cuándo se sale. De otro modo, la Iglesia, confundida con la sociedad, fácilmente podrá dejar de tener una presencia significativa, por pura insignificancia. Aunque siempre habría algún clérigo dispuesto a echar agua bendita a todo, a ser ministro de la indiferencia.
 
Preguntado por si había encontrado el sentido de la vida, Gore Vidal decía en El Mun­do: "Sí: la vida no tiene ningún sentido". Y añadía que, al morir, si hubiera cielo y Dios, le diría: "¿Cómo te atreves a interrumpirme? Yo no dije que quería venir aquí"... Y entonces repartiría panfletos donde dijera: "Elige a Satán". Sin Dios ni vida eterna, nada tiene sentido, todo es relativo. Elegir el sin sentido es un infierno, por muy anestesiado que nos lo administren. Francamente, prefiero sentir el dolor del camino al cielo de ser totalmente hombre.
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