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ISRAEL Y PALESTINA

El mismo destino

Cuando miro el cartel de la campaña de Manos Unidas de este año en el que dos mujeres caminan serenas y sus sombras acaban uniéndose, pienso en Samar y Angélica, madres de paz, engendradoras del destino común de sus pueblos, que cargan sobre sí la vida de muchos y son conscientes de que su futuro pasa por la relación de amistad que les une. Algo sencillo, cotidiano, que aparentemente no cambia nada pero que sin embargo forma el único entramado real que constituye la vida de las personas.

Cuando miro el cartel de la campaña de Manos Unidas de este año en el que dos mujeres caminan serenas y sus sombras acaban uniéndose, pienso en Samar y Angélica, madres de paz, engendradoras del destino común de sus pueblos, que cargan sobre sí la vida de muchos y son conscientes de que su futuro pasa por la relación de amistad que les une. Algo sencillo, cotidiano, que aparentemente no cambia nada pero que sin embargo forma el único entramado real que constituye la vida de las personas.
La casa de Samar, acogida de niños palestinos
"Dos de mis cuatro hijos se han enrolado en el ejército y Samar llora conmigo". Quien así habla es Angélica Caló Livné, romana de nacimiento, una mujer judía pacifista y de izquierda, quizá sionista, que vive en el kibutz Sasa de la Alta Galilea, entre Siria y el Líbano. Su nombre está escrito en cinco idiomas al otro lado del muro de Sharon, junto a un mensaje que su amiga Samar Sahhar, palestina cristiana, ha dejado escrito para la posteridad: "Angélica, un muro no podrá dividir nuestra amistad".
 
Porque Angélica no puede visitar la obra de Samar, no puede y no quiere ir a Betania. Su vida correría peligro. Conoció a Samar hace unos años cuando creó en su kibutz el Teatro del Arco Iris, para que a chicos y chicas judíos y árabes les uniera la pasión por el teatro: "hemos descubierto que a través de la música, el arte, la poesía y el amor podemos desenmascarar a la nada". Porque sienten la nada cada vez que ocurre un atentado. "No tenemos tiempo para olvidar. Tras cada atentado, debemos sostener a los chavales, pero, a nosotros, ¿quién nos sostiene? Hace falta tanta, tanta energía para mantener la promesa de la paz hecha a nuestros hijos..." Y recorre media Europa con su teatro. Habla para la prensa, escribe y sufre en silencio el recelo de muchos bienpensantes. "Claro que soy judía; formo parte del pueblo judío y corro su suerte. ¿Cómo podría no ser judía? No se puede no ser uno mismo. No es algo que puedas elegir. Nací y crecí así, ésta es mi lengua, mi cultura, mi forma de pensar. Soy yo. Y para salvarme no me convertiré en otra. Podría salvarme físicamente, pero ¿y mi espíritu? ¿Qué ocurriría con mi espíritu? Mi vida no tendría valor. Continuar la vida con otra identidad sería como morir. No me importa que me asesinen. Quiero vivir con mi propia identidad. Vivimos con una amenaza continua sobre nuestras cabezas pero no me preocupa tanto subir a un autobús y saltar por los aires como una amenaza mucho más terrible, que afecta a todo el pueblo de Israel: es ese modo elegante y sofisticado de concebir a Israel como culpable de todo, como la punta de lanza de la lucha contra los palestinos".
 
Hace más de 30 años en Betania, el pueblo del Lázaro resucitado del Evangelio, en zona palestina, los padres de Samar habilitaron una parte de su casa para acoger a 10 niños huérfanos del pueblo. Hoy se ha convertido en la casa de 120 niños musulmanes. Llegan de todas partes y van a dar a un oásis de paz y limpieza en medio de calles de escombros, más destrozadas ahora por el paso del muro de la vergüenza. Y Samar, que decidió seguir el camino iniciado por sus padres, se dejaba la piel haciendo más humana la vida de su gente. Le quedaban las mujeres y las niñas. Ellas están más desamparadas por los escasos servicios sociales palestinos. Así, la nueva iniciativa de Samar se llama Hogar para mujeres Lázaro y tiene 30 niñas educadas en un ambiente familiar y de orden de una belleza inusual en ese lado del muro. Sobra decir que viven gracias a las donaciones particulares extranjeras. Asistencialismo, sí, pero también familia, educación, respeto, esperanza, el comienzo del desarrollo. Para darle continuidad ha creado una panificadora en la que trabajan mujeres que han sido repudiadas o salen de la cárcel. El pan de la paz, lo llaman.
 
El día que se conocieron Angélica le preguntó a Samar por qué cuidaba de niños musulmanes, siendo cristiana y soltera. "¿En qué lengua llora un niño?", le respondió. Y supieron que siempre serían amigas, que es posible vivir unidas, que la diferencia es una riqueza, una aventura que descubrir. El año pasado les dieron el Premio Internacional a la Mujer, en Asís. En el acto de entrega, entre el público, un hombre se levantó diciendo que tenían suerte de que esa tarde él estuviera solo y que Samar era una desgracia para el pueblo palestino. Con la mansedumbre que la caracteriza contestó: "Estamos aquí para contar nuestra obra de paz, no para decir quién tiene la culpa y quién la razón; queremos mostrar los escondidos puentes de la esperanza". Y la esperanza la trae el perdón, única vía para la justicia y para la paz, único criterio responsable para la globalización. La palabra “rachamim”, que en hebreo significa misericordia, viene de la raíz “rechem”, útero. La misericordia viene de las madres. Y ellas saben bien que ahí radica el secreto de la dignidad de sus personas y el bien de sus respectivos pueblos. Por eso llevan en la mirada una Misericordia con mayúscula que, como las sombras individuales del cartel, hará que acaben uniéndose.
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