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NECESIDAD DE DIOS

El Papa y la parábola de Praga

En el impresionante recinto de la catedral de San Vito, en la colina que domina la bellísima ciudad de Praga, puede pasar inadvertida la modesta capilla en la que reposan los restos del cardenal Tomasek, el roble de Bohemia. Sin embargo aquel anciano sacerdote fue el símbolo vivo de la resistencia de todo un país tras la feroz represión de la efímera primavera de 1968. Tomasek, a diferencia de Wyszinski en Polonia, no tenía detrás una Iglesia compacta y socialmente influyente; sin embargo su testimonio (y el de tantos otros héroes anónimos) fue la representación viva de que existía una raíz que ni la ideología comunista ni los tanques rusos habían podido extirpar.

En el impresionante recinto de la catedral de San Vito, en la colina que domina la bellísima ciudad de Praga, puede pasar inadvertida la modesta capilla en la que reposan los restos del cardenal Tomasek, el roble de Bohemia. Sin embargo aquel anciano sacerdote fue el símbolo vivo de la resistencia de todo un país tras la feroz represión de la efímera primavera de 1968. Tomasek, a diferencia de Wyszinski en Polonia, no tenía detrás una Iglesia compacta y socialmente influyente; sin embargo su testimonio (y el de tantos otros héroes anónimos) fue la representación viva de que existía una raíz que ni la ideología comunista ni los tanques rusos habían podido extirpar.
Catedral de San Vito

Esa raíz no era otra que la fe cristiana que ha forjado la historia de la nación a través de los siglos, y que se manifestaba en aquellos años oscuros como un hecho viviente en personas concretas, que no se dejaban aplastar por ninguna clase de poder. Como diría San Ambrosio, ubi fides est libertas, y eso, que puede sonar a chino en occidente, resplandece claramente en los países del antiguo telón de acero.

Traigo en los ojos estas imágenes, recién llegado de un viaje a la capital checa, donde he participado en un Coloquio de la Conferencia Europea de Radios Cristianas, CERC. Allí he podido saludar al sucesor del cardenal Tomasek, Miloslav Vlk. El actual arzobispo de Praga ejerció su ministerio sacerdotal durante años en la clandestinidad, mientras trabajaba como limpia-cristales para ganarse la vida; en sus ojos no hay sombra de resentimiento por aquellos años, pero sí preocupación por el futuro de la fe en un país que goza ya las mieles de una prosperidad recobrada. Ahora, libres de la férula del régimen comunista, los checos experimentan el embate de un nuevo invierno que por aquí nos resulta bien conocido: el del nihilismo que no reconoce el significado de la vida, que descarta la religiosidad como dimensión de lo humano, y que empuja a la fe a los márgenes de la historia. La ciudad entera es una imagen en piedra que rechaza y desmiente esa marginación... Y sin embargo sucede.

Nada más llegar a casa, encuentro la preciosa homilía de Benedicto XVI en la apertura del Sínodo sobre la Eucaristía, con su diagnóstico certero sobre el mundo moderno: “queremos poseer el mundo de manera ilimitada, Dios nos estorba y hacemos de Él una simple frase devota, o lo desterramos de la vida pública… Pero donde el hombre se convierte en el único dueño del mundo y en propietario de sí mismo, no puede haber justicia”. Varios medios han tildado esta afirmación, tan evangélica y tan realista, de apocalíptica, cuando se trata de una lectura inteligente de la historia del mundo, y especialmente del siglo que acabamos de dejar atrás. Es una advertencia especialmente adecuada para esta hora que nos toca vivir, aunque provoque sarpullido a los bienpensantes de turno.

Al regresar de este cruce de caminos en el corazón de Europa, me acojo a las últimas palabras del Papa, que hablan de la promesa de Dios que no defrauda. “Si permanecemos unidos a Cristo daremos fruto también nosotros”, ha dicho Benedicto XVI: lo he visto estos días en las comunidades cristianas que he visitado, en los testimonios de obispos, sacerdotes y laicos, en la alegría sencilla del pueblo fiel, en el trabajo de evangelización de mis colegas de Radio PROGLAS. El grito de las piedras de Praga quedaría mudo sin una carne que les prestara su voz. Y esa carne, aunque débil según la medida del mundo, vive en medio de nosotros; es la misma que resistió el invierno comunista, y es hoy la esperanza de esta Europa desorientada y cansina que necesita una nueva primavera.
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