Menú
MONTECASSINO

El rescate de Europa

Dos semanas antes de la cita electoral europea, Benedicto XVI se ha hecho presente en la Abadía de Montecassino, símbolo del gran movimiento benedictino. Es de sobra conocida la devoción personal del Papa por el fundador del monacato occidental, pero más allá de fervores personales, Benedicto XVI quiere marcar una senda para la presencia cristiana en la Europa de hoy.

Dos semanas antes de la cita electoral europea, Benedicto XVI se ha hecho presente en la Abadía de Montecassino, símbolo del gran movimiento benedictino. Es de sobra conocida la devoción personal del Papa por el fundador del monacato occidental, pero más allá de fervores personales, Benedicto XVI quiere marcar una senda para la presencia cristiana en la Europa de hoy.

Lo hizo ya en su monumental discurso en el Colegio de los Bernardinos de París, y lo ha vuelto a hacer desde esta abadía cuatro veces destruida y otras tantas levantada de nuevo.

Desde el primer momento ha querido evitar cualquier reducción culturalista: las múltiples obras de los benedictinos tienen una única raíz, el "quaerere Deum", la búsqueda de Dios como empeño fundamental de todo hombre. Lo que movió a san Benito y a sus monjes no fue un programa de reconstrucción del Imperio en derribo ni un plan para proteger la cultura clásica de la devastación de los bárbaros, sino el deseo de "no anteponer nada al amor de Cristo". Fue esta conciencia de Cristo como consistencia última de toda la realidad la que dio origen a una cultura nueva con sus diversas dimensiones: el amor al trabajo, el cuidado de los enfermos, la seguridad de la vida civil, el arte y la escuela. Todas estas cosas las podemos reconocer hoy plenamente conformes a la razón y al deseo del hombre, pero en aquel momento no se deducían ni de la costumbre, ni de la práctica social ni del análisis filosófico. Se desplegaron como fruto del seguimiento de Cristo a través de la regla genial de san Benito: ora et labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura.

Desde Montecassino Benedicto XVI ha recordado a toda Europa en estos momentos cruciales que "gracias a la actividad de los monasterios... pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un benéfico desarrollo moral, espiritual y cultural". Impresiona contemplar la geografía de ese rescate del que habla el Papa, pero más aún comprender la profundidad de la mutación cultural que operó la modesta comunidad de los monjes sembrada aquí y allá, tantas veces sometida a violencia y a destrucción, pero imprevistamente capaz de generar una educación capilar que supo tejer la unidad más profunda de los pueblos europeos. Todos recordamos la gran lección del cardenal Joseph Ratzinger sobre Europa dictada en esa misma Abadía hace ahora cuatro años, la víspera del fallecimiento de Juan Pablo II. En estos pocos años se ha hecho más evidente el extravío actual de nuestro continente, y quizás por eso Benedicto XVI no ha querido lanzar emotivas proclamas ni perder un minuto en lamentarse. Todo el mensaje estaba contenido en los gestos y las palabras que glosaban el método benedictino.

Por supuesto es importante que los centros de decisión política, mediática y cultural no cierren los ojos al patrimonio de la experiencia cristiana en Europa, que no desprecien el acervo de valores que encarnado en tantas generaciones de europeos ha generado un tipo de convivencia civil que sigue siendo un faro de esperanza para el mundo. Pero temo que pretender esto sea, hoy por hoy, como recitar poemas a la luna. Es difícil saber hasta dónde ha gangrenado el tejido social e institucional europeo el virus nihilista, el gen suicida del 68. Aún así, también ahí hay que dar la batalla, aunque sea con las fuerzas menguadas, y por eso es tan importante el voto en las próximas elecciones. Como ha dicho el actual vicepresidente del Parlamento Europeo, Mario Mauro, "si Europa no es capaz de una memoria histórica que le permita mantener viva su tradición cultural y religiosa, no podrá ni siquiera pretender tener un futuro". Por eso son preciosas las voces de Mauro o de Mayor Oreja, que se han jugado valerosamente el tipo en un ambiente político cada vez más hostil, cada vez más sordo y ciego a esa memoria. Conseguir una plataforma política que actúe como dique frente al nihilismo en Europa y que sepa defender de manera creativa y eficaz la libertad de la Iglesia, es una gran tarea que afecta no sólo a los católicos europeos, sino a todos los que aman una verdadera laicidad.

Pero la tarea que desvela el mensaje de Benedicto XVI en Montecassino desborda las posibilidades de las instituciones europeas, incluso en el caso de que estas alberguen una cualificada presencia cristiana. Como sucedió en el siglo IV, en plena debacle del gran Imperio Romano, es necesaria una red de comunidades movidas por el deseo de seguir a Cristo, que no reduzcan la fe a sentimiento ni a mera devoción, ni a moral cívica, sino que expresen la totalidad de la experiencia cristiana, su capacidad de rescatar y potenciar todas las dimensiones de lo humano: la familia, el trabajo, el servicio a los enfermos y a los pobres, el arte, el derecho y la política. Como les ha dicho el Papa a los monjes, para que esto suceda es preciso "que nada ni nadie quite a Jesús del primer puesto en nuestra vida"; sólo así podrá llevarse a cabo la misión de construir una nueva humanidad marcada por la acogida y el servicio a los más débiles. Sólo el testimonio paciente y persuasivo de esa humanidad nueva, experimentada ya en el seno de cada comunidad cristiana, podrá cambiar el panorama cultural y moral de nuestra Europa, según una medida y unos tiempos que no podemos establecer de antemano.
0
comentarios