En vísperas de su retiro vacacional, el Papa acaba de recordar que el nombre elegido para su pontificado tiene mucho que ver con el significado de la vida y la obra del Abad de Montecassino, y eso me ha hecho pensar en el mensaje (todavía implícito) que trata de transmitir a toda la Iglesia. Estoy seguro de que Benedicto XVI ha leído la obra de MacIntyre, pero desconozco su grado de identificación con la hipótesis que plantea, por otra parte apasionante: lo fundamental para afrontar la crisis de civilización en que nos hallamos inmersos, sería la construcción de nuevas formas locales de comunidad en las que pueda sostenerse la vida moral e intelectual. En todo caso, en el libro Dios y el mundo, Joseph Ratzinger considera significativo que la fundación de Montecassino coincidiera con el cierre de la Academia de Atenas: una imagen sugestiva del final del mundo antiguo, cuyo mejor patrimonio sería custodiado e integrado en una nueva cultura cristiana por los monjes benedictinos.
En su última alocución antes de trasladarse a los Alpes (donde probablemente perfila el texto de su primera encíclica) el Papa subrayó que San Benito buscó, ante todo, dar vida a una comunidad fraterna fundada en la primacía del amor de Cristo, y así sembró, quizás sin darse cuenta, la semilla de una nueva civilización. La pregunta interesante es cómo podría el ideal benedictino plasmar hoy, no ya comunidades que siguen una Regla monástica, sino nuevas formas de comunidad cristiana que respondan al desafío de un siglo XXI post-cristiano en Europa. Al subrayar la indicación benedictina de “no anteponer nada al amor de Cristo”, el Papa advierte frente a cualquier tentación de reducir la vida cristiana a la defensa de algunos valores o a un programa de reforma político-social, pero por otro lado, señala la potencia cultural y civilizadora de ese centro vital benedictino, que se desbordó además en una imprevista capacidad misionera.