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OBJETIVO DEL LAICISMO RADICAL

Expulsar a la Iglesia de la nueva Transición

Ni una semana ha tardado la claque del diario El País en abalanzarse contra el discurso inaugural del cardenal Rouco Varela de la reciente Asamblea Plenaria. El problema de algunos corifeos del laicismo a ultranza no es que dialoguen o critiquen el discurso. No. El problema es que han lanzado una tromba de argumentos ad hominem que han hecho a más de uno preguntarse, por desgracia, cuándo empezará la quema de las iglesias.

Ni una semana ha tardado la claque del diario El País en abalanzarse contra el discurso inaugural del cardenal Rouco Varela de la reciente Asamblea Plenaria. El problema de algunos corifeos del laicismo a ultranza no es que dialoguen o critiquen el discurso. No. El problema es que han lanzado una tromba de argumentos ad hominem que han hecho a más de uno preguntarse, por desgracia, cuándo empezará la quema de las iglesias.

Hay en el trasfondo del clima social y periodístico que estamos viviendo una tesis que debemos tener muy en cuenta. En esta segunda Transición, el viejo y nuevo progresismo español, que si por algo se caracteriza es por ser anticlerical, ha sentenciado que hay que expulsar a la Iglesia católica como interlocutora válida de este proceso constituyente de la nueva España, de la nueva sociedad y, por supuesto, del hombre nuevo. No sólo molesta la Iglesia, su presencia pública, su libertad de discernimiento sobre lo que ocurre y sobre sus causas. Molesta que pueda conformarse como una voz y un espacio crítico frente al revisionismo necesario que legitime y apoye esta segunda Transición en la que estamos. Ciegos para la verdadera historia, no quieren darse cuenta de que si hubo una primera Transición –la segunda no sería posible sin la primera, a no ser que estuviéramos en una permanente primera–, es porque la Iglesia hizo lo que tenía que hacer, y lo hizo bien, muy bien. En este momento del proceso, quienes, como el cardenal Rouco, realicen un ejercicio de libertad pública para solicitar que se respeten los presupuestos sobre los que se ha abordado la historia reciente, se convierten sistemáticamente en entorpecedores de ese proyecto que, en recientes palabras escritas de José María Marco, pretende "fundar una España imaginaria sobre las cenizas de la que existe".

En nuestro diagnóstico debemos tener muy en cuenta el papel de los medios de comunicación de la izquierda progresista. Dejemos de lado a quienes hacen gala de ser un periódico público, como si fueran un hombre público o una mujer pública, capaces de encender las mechas de lo extremo. Centrémonos en el diario El País, motor y mentor de una España laica y de una derecha laica y moderna, Polanco dixit. Por ejemplo, el inconfundible intelectual orgánico Javier Pradera, que sabe como pocos de las pezuñas del diablo y dice, en su última aportación al progreso cultural de Occidente que los "máximos representantes de la jerarquía española (...) parecen dispuestos a no desaprovechar la más mínima oportunidad de echar vinagre en la herida, sal en el café y petróleo en el agua". Dice esto mientras que califica de sarcasmo las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal y otras lindezas que por respeto intelectual a nuestros lectores no voy a repetir aquí. 

Sería interesante conocer cuántos lectores del Pravda dominical se habrán preguntado, en un sano ejercicio de crítica de lo que se lee, dónde estaba el autor, y aquellos que inspiran su texto, cuando la Iglesia era la primera en proponer una reconciliación entre los españoles y apostaba, públicamente, por la paz y por el perdón. Quienes quieran saber qué opina el cardenal Rouco, antes y ahora, no tienen más que leer, por ejemplo, el documento Iglesia y Comunidad política, de los setenta, amén de sus obras completas, las científicas y las pastorales, para entender qué ha dicho siempre y qué dice ahora. Por más que se empeñen algunos de sus líderes, la coherencia de la Iglesia sobre cómo abordar nuestra historia pasada sigue siendo ejemplar. No todos los partidos políticos, ni todas las instituciones sociales, pueden decir lo mismo. Cuando la Iglesia habla de la historia y pide "cultivar el espíritu de la reconciliación, sacrificado y oneroso, que presidió la vida social y política en los años de la transición a la democracia" lo hace porque lo ha experimentado como ejercicio de responsabilidad moral. No existe ni un ápice de diferencia entre esta afirmación y las hechas en el documento Mirada de fe al siglo XX, o en otros muchos anteriores. Lo que no aceptan muchos directores de la orquesta de esta nueva Transición –que no necesitamos, ni queremos– es una Iglesia autónoma que trabaje por la libertad, incluso la que libera a la historia de la ideología que la interpreta torticeramente.

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