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EL RELEVO DEL CARDENAL LUSTIGER

Francia se quedó estupefacta

El 2 de Febrero de 1983 los medios de comunicación franceses transmitían, incrédulos y asombrados, la noticia de que el nuevo arzobispo de París era Jean Marie Lustiger, un hijo de emigrantes judíos polacos que abrazó el catolicismo en la adolescencia, y que apenas llevaba un año y tres meses como obispo de Orleáns. Dice George Weigel en su biografía de Juan Pablo II, que éste fue el nombramiento más arriesgado del Papa Wojtyla.

El 2 de Febrero de 1983 los medios de comunicación franceses transmitían, incrédulos y asombrados, la noticia de que el nuevo arzobispo de París era Jean Marie Lustiger, un hijo de emigrantes judíos polacos que abrazó el catolicismo en la adolescencia, y que apenas llevaba un año y tres meses como obispo de Orleáns. Dice George Weigel en su biografía de Juan Pablo II, que éste fue el nombramiento más arriesgado del Papa Wojtyla.
Jean Marie Lustiger, el cardenal de ascendencia judía
Por un lado Lustiger, que había sido capellán en La Sorbona durante la marea revolucionaria de Mayo del 68, seguía siendo un outsider de los circuitos eclesiásticos: su severo análisis de los problemas de fondo del catolicismo francés eran tan independientes del frente progresista como de los nostálgicos de la restauración, y venía a sugerir un auténtico cambio de rumbo. Y si la decisión podía remover las aguas internas, no menos podía reabrir otras cuestiones delicadas, por ejemplo la hipersensibilidad de la comunidad judía, siempre atenta a descubrir agravios en la orilla católica. Lustiger, cuya madre murió en Auschwitz, nunca ocultó sus raíces judías: más aún, ha expresado con suma delicadeza, que entrar en la Iglesia católica había sido para él la forma de recuperar el judaísmo.
 
Nombramiento arriesgado, desde luego, pero muy pensado y más aún rezado. Juan Pablo II demostró con él que no estaba dispuesto a aceptar la inercia o los prejuicios.  La Iglesia necesitaba superar algunos bloqueos en el corazón de Europa, y para ello era preciso el liderazgo de hombres como Lustiger. El nuevo arzobispo demostró enseguida por qué había sido elegido: era capaz de dialogar de tú a tú con la cultura hija de la Ilustración, aceptaba fajarse con la contestación juvenil y con los medios de comunicación, y estaba dispuesto a realizar los cambios que fueran necesarios en las instituciones de la gran diócesis parisina. La Francia laica y republicana se quedó estupefacta al comprobar que el nuevo arzobispo no se sentía en absoluto acomplejado, y poco a poco la sociedad francesa aceptó que su voz era imprescindible a la hora de abordar las grandes cuestiones nacionales.
 
Durante años predicó sin descanso desde la cátedra de Notre Dame, escribió libros, recogió el guante que le tendieron los medios, estimuló a una nueva juventud liberada de clichés ideológicos que él conocía al detalle, y al calor de sus iniciativas ha surgido una nueva generación de intelectuales católicos en Francia. También es verdad que en los momentos difíciles aceptó ser la voz incómoda que otros renunciaban a encarnar, como en las horas amargas de la destitución del obispo de Evreux. Quizás el momento más feliz del cardenal Lustiger fuese aquel agosto del 97, cuando un millón de jóvenes llegados de todo el mundo ocuparon las arterias de la urbe de las luces para mostrar que París era también su casa, una casa incomprensible e inhabitable sin la savia del Evangelio, que ellos comunicaban con desenvoltura imprevista.
 
Con su relevo al frente de la archidiócesis de París, anunciado el pasado 11 de Febrero, se cierra toda una época. Un pastor de la Iglesia, con su grandeza y sus límites, no tiene en su mano la solución de todos los problemas, ni se puede medir su labor con los estándares de la producción industrial. Veintidós años después, la huella de Lustiger en la Iglesia de Francia es ciertamente profunda y benéfica, y sin embargo algunos desafíos son ahora más agudos que a su llegada a Notre Dame. Como él mismo ha escrito, “treinta años han bastado para consumar la ruptura de nuestra sociedad con el antiguo mundo cristiano”... y sin embargo esto no impide que se presenten “signos de una nueva vitalidad cristiana”. A sus 77 años, Lustiger ha encontrado fuerzas para lanzar una gran misión ciudadana en París, al descubrir en su ciudad “una multitud extenuada y agotada, por la cual Jesús siente el mismo amor que le conducirá a la Pasión”. Y ha dejado a sus hijos esta amonestación paternal: “fuera las envidias, las ambiciones y los repliegues sobre sí mismas de las comunidades cristianas: hay que tejer una trama solidaria para la evangelización”. El camino sigue, otro deberá empuñar ahora el cayado.
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