Por un lado Lustiger, que había sido capellán en La Sorbona durante la marea revolucionaria de Mayo del 68, seguía siendo un outsider de los circuitos eclesiásticos: su severo análisis de los problemas de fondo del catolicismo francés eran tan independientes del frente progresista como de los nostálgicos de la restauración, y venía a sugerir un auténtico cambio de rumbo. Y si la decisión podía remover las aguas internas, no menos podía reabrir otras cuestiones delicadas, por ejemplo la hipersensibilidad de la comunidad judía, siempre atenta a descubrir agravios en la orilla católica. Lustiger, cuya madre murió en Auschwitz, nunca ocultó sus raíces judías: más aún, ha expresado con suma delicadeza, que entrar en la Iglesia católica había sido para él la forma de recuperar el judaísmo.
Nombramiento arriesgado, desde luego, pero muy pensado y más aún rezado. Juan Pablo II demostró con él que no estaba dispuesto a aceptar la inercia o los prejuicios. La Iglesia necesitaba superar algunos bloqueos en el corazón de Europa, y para ello era preciso el liderazgo de hombres como Lustiger. El nuevo arzobispo demostró enseguida por qué había sido elegido: era capaz de dialogar de tú a tú con la cultura hija de la Ilustración, aceptaba fajarse con la contestación juvenil y con los medios de comunicación, y estaba dispuesto a realizar los cambios que fueran necesarios en las instituciones de la gran diócesis parisina. La Francia laica y republicana se quedó estupefacta al comprobar que el nuevo arzobispo no se sentía en absoluto acomplejado, y poco a poco la sociedad francesa aceptó que su voz era imprescindible a la hora de abordar las grandes cuestiones nacionales.
Durante años predicó sin descanso desde la cátedra de Notre Dame, escribió libros, recogió el guante que le tendieron los medios, estimuló a una nueva juventud liberada de clichés ideológicos que él conocía al detalle, y al calor de sus iniciativas ha surgido una nueva generación de intelectuales católicos en Francia. También es verdad que en los momentos difíciles aceptó ser la voz incómoda que otros renunciaban a encarnar, como en las horas amargas de la destitución del obispo de Evreux. Quizás el momento más feliz del cardenal Lustiger fuese aquel agosto del 97, cuando un millón de jóvenes llegados de todo el mundo ocuparon las arterias de la urbe de las luces para mostrar que París era también su casa, una casa incomprensible e inhabitable sin la savia del Evangelio, que ellos comunicaban con desenvoltura imprevista.