Lo cierto es que aún nos falta perspectiva histórica para valorar en toda su profundidad religiosa y su potencia histórica, algunos de los gestos y palabras de Juan Pablo II dirigidos al pueblo judío. El propio Krupp recordó la visita del Papa al campo de exterminio de Auschwitz; su entrada en la Sinagoga de Roma, cuando denominó a los judíos “nuestros hermanos mayores”; o su inolvidable discurso en Yad Vashem, el memorial del Holocausto en Jerusalén, en el que denunció al antisemitismo como “un pecado contra Dios y contra la humanidad”.
No es exagerado pensar que la Providencia ha preparado a Karol Wojtyla, a través de su biografía, para esta tarea singular: la amistad con sus compañeros y vecinos judíos en la infancia y su experiencia directa del Holocausto, le han permitido desarrollar una relación de calidez y profundidad extraordinarias con el pueblo judío, una relación en la que no existe cálculo ni artificio.
La importancia del gesto realizado por la Pave the Way Foundation radica en el reconocimiento clamoroso y sin fisuras de todo esto por parte judía, ya que algunas veces ha dado la impresión de que el camino de la reconciliación discurría sólo en una dirección, y que la otra parte esperaba orgullosamente en su lugar, esperando siempre algo más, sin dar un paso hacia quien venía a su encuentro con los brazos abiertos.
Desde luego no es éste el caso de la Declaración Dabru Emet, firmada por más de doscientos rabinos y profesores de judaísmo en 2002, que es la respuesta más completa y articulada al rumbo que marcado por Juan Pablo II. En esa Declaración se subraya que el nazismo no es un fenómeno cristiano, y se reconoce que también el judaísmo tiene pendiente un reconocimiento cordial de su parentesco con el cristianismo, que adora al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y que ha permitido que millones de personas en todo el mundo hayan entrado en relación con el Dios de Israel.