Una lectura realista de los diferentes estudios sociológicos permite afirmar que apenas un 25% de la población española se reconoce consciente y cordialmente en la propuesta de la Iglesia, aunque es cierto que al menos otro 50% mantiene vínculos, más o menos conscientes, con algunos valores de la tradición cristiana. En todo caso, no se trata de conceder a estas cifras un valor científico absoluto, sino de aproximar una foto-robot del panorama social en materia religiosa: la descristianización avanza, y si la muestra de referencia fuese la de la población menor de 30 años, los motivos para la alarma se multiplicarían. También es necesario subrayar las debilidades internas del cuerpo eclesial, que analizó con crudeza el arzobispo Fernando Sebastián durante la inauguración del Congreso de Apostolado Seglar. A él corresponde la afirmación de que en España «estamos viviendo una época de enfriamiento religioso generalizado y de debilidad profética y apostólica de la Iglesia».
Se comprende que la tarea de guiar al pueblo cristiano en estas circunstancias no sea fácil para nadie. No lo es ciertamente para los obispos, que son maestros de la fe y garantes de la unidad de sus respectivas comunidades dentro de la Iglesia universal, pero también son testigos preferentes en el ámbito público del juicio cristiano sobre las realidades históricas. Tampoco lo es para los responsables de las asociaciones católicas ni para todos aquellos que, a través de la dimensión pública de su vocación, desempeñan de hecho alguna forma de liderazgo social entre los católicos.
Por otra parte, el pueblo cristiano no es un bloque de granito. En él convive una legítima variedad de acentos y sensibilidades que puede dar lugar a iniciativas diversas y no siempre concordantes en la vida social, como respuesta a las circunstancias históricas que atraviesa. Al ministerio pastoral le corresponde educar la personalidad cristiana de los fieles en sus elementos esenciales, y reunirlos en la comunión sacramental de la Iglesia; pero también debe defender y amparar la legítima pluralidad que pertenece a los bautizados y alentar su protagonismo en el debate público.
Todo ello no contradice la necesidad de una conducción ideal que arriesgue a señalar un camino posible como el más adecuado en medio de la tormenta. La Iglesia en España necesita ese “liderazgo histórico”, que no contradice ni oscurece las diferentes responsabilidades eclesiales, cada una de ellas con su propio e insustituible peso y trascendencia. En los meses precedentes ese liderazgo lo ha desempeñado el cardenal Rouco, no sólo por su cargo de Presidente de la CEE, sino por su autoridad moral y su relevancia pública. Para empezar, no se ha dejado deslumbrar por el aparente “furor” del laicismo gubernamental, insistiendo siempre en que el principal problema de la Iglesia viene de su debilidad interna, y en que el núcleo de la misión de los cristianos consiste en comunicar a todos el amor de Cristo vivido en la Iglesia. Una misión, ha recalcado el cardenal, que tiene como instrumentos el diálogo y la “dulzura de la caridad”.
Eso no le ha impedido formular una denuncia clara y razonada del atropello que algunas medidas legislativas suponen para los derechos de las personas y el bien común de nuestra sociedad. Tampoco ha renunciado a desvelar el trasfondo cultural de la mentalidad laicista, advirtiendo al gobierno que si bien se legisla desde el Parlamento, también se juzga, se piensa y se opina desde la sociedad, y la Iglesia es un sujeto activo dentro de ese cuerpo social. El protagonismo de la sociedad frente a un Estado pedagogo e invasor de las conciencias es uno de los elementos de esa “inteligencia” del momento presente, que ha demostrado el cardenal Rouco. Aquí se inscribe también el fuerte acento sobre la libertad de educación y sobre el valor social del matrimonio, cuestiones en las que la propuesta cristiana puede actuar, sumando fuerzas, como catalizador de una sociedad bastante adormecida.
Sin embargo no han faltado algunas críticas internas (aunque sea sotto voce) a esta línea que aúna firmeza doctrinal y realismo histórico, denuncia profética y disposición al diálogo. Algunos hubieran deseado tocar a rebato para la movilización callejera de los católicos, mientras otros aspiran a una confrontación neta con el gobierno de Zapatero. Salvando todas las distancias, estas críticas hacen pensar en las que sufrió el inolvidable cardenal Wyszynski, cuando aceptó el diálogo con el gobierno comunista para asegurar las condiciones mínimas para la vida y la misión de la Iglesia en Polonia. Entonces como ahora, un pastor de la Iglesia no podía aceptar componenda alguna sobre el contenido de la fe, pero debía evitar en lo posible que una dialéctica exasperada con el poder hiciese aún más gravosa la vida de los fieles e impidiese de facto la siembra del Evangelio. Repito que es preciso salvar todas las distancias, pero el argumento de fondo sirve para nuestra circunstancia histórica.