Y aunque es cierto que la peregrinación madrileña tenía como objetivo inmediato presentar al Papa la experiencia de la Asamblea Sinodal recientemente clausurada, flotaba en el aire la expectativa de un pronunciamiento rotundo sobre la actualidad española. No fue así, y en más de uno la sorpresa se ha tornado en decepción. Sin embargo, a mí el discurso de Benedicto XVI me ha parecido profundamente iluminador para el camino de la Iglesia en España.
Empecemos por decir que la Santa Sede se ha pronunciado sobre el caso español con gran contundencia: ahí están las afirmaciones de los cardenales López Trujillo, Herranz y Martino, o el editorial de L’Osservatore Romano del pasado Domingo. El propio cardenal Ratzinger había examinado la cuestión del matrimonio homosexual en España en una célebre entrevista publicada por el diario La Repubblica y reproducida por El País, y siendo ya Benedicto XVI, había enviado sendos mensajes de apoyo al episcopado español, con motivo de la reciente peregrinación a Zaragoza y de la convocatoria del Encuentro Mundial de las Familias en Valencia. Así pues, la cobertura romana ha estado bien servida en estos meses.
El Papa podría haber repetido lo que todos ya sabemos, y podríamos quedarnos tan contentos, pero por la razón que sea, ha preferido afrontar la cuestión radical para nuestra Iglesia, y lo ha hecho con una inteligencia y unos acentos dignos de ser remarcados. Como no ha mencionado al matrimonio gay, algún cronista habla de discurso abstracto, cuando es todo lo contrario. Benedicto XVI ha recordado en primer lugar que toda comunidad católica es por naturaleza una asamblea abierta, que porta un mensaje destinado a todo ser humano: así pues, descartemos cualquier tentación de pura autodefensa, porque la comunicación de la fe se dirige “no sólo a los que escuchan al mensajero, sino también a los que lo ignoran o rechazan”.
La Iglesia vive por y para la misión, y en nuestro caso, la debe llevar a cabo consciente de que la sociedad a la que se dirige sufre profundas divisiones y fracturas, pero también está sedienta de auténticos valores. Y aquí el Papa introduce otra carga de profundidad, al afirmar que “la caridad es ante todo la comunicación de la verdad”. No bastan (aunque sean necesarias) la movilización social y la batalla política, es necesario comunicar la verdad sobre el hombre, en un proceso que llegue a sanar el desvarío de la razón y de la libertad que tantas veces podemos observar. La tarea educativa, en el sentido más hondo y extenso del término, es la que debe consumir nuestras mayores energías, porque sin ella el desierto moral y cultural no cesará de ganar kilómetros en nuestra sociedad: sin la luz del mensaje de Cristo, no conseguiremos comunicar el sentido de la vida, de la familia y de la convivencia civil.
Hay una insistencia continua en el discurso del Papa (hasta tres alusiones en un texto relativamente corto) sobre la necesidad de salir del propio campo, de ir más allá, de llegar al último confín, en busca de quienes se han alejado o han cedido al desencanto. Seguramente ante una batalla social de la envergadura que estamos viviendo en nuestro país es preciso definir bien el terreno, pero un cristiano debe saber siempre que el otro, aunque sea un adversario temible, lo es sólo coyunturalmente, porque es destinatario del mismo tesoro de vida que él ya ha encontrado. Y por eso Benedicto XVI subraya la profunda unidad entre la fe y el amor, porque sin éste, cualquier apostolado se vuelve estéril y vacío.