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50 ANIVERSARIO DE LA INSURRECCIÓN DE BUDAPEST

Hungría, espejo de Europa

Benedicto XVI ha recibido al presidente de Hungría, Lászlo Úrnak, quien ha agradecido al Papa su cálida solidaridad con el pueblo húngaro, al cumplirse el cincuentenario del levantamiento de Budapest de 1956. Efectivamente, el Papa ha querido subrayar con una carta personal el significado profundo de aquel primer gesto de libertad de uno de los países sojuzgados por la dictadura soviética, un gesto temprano y profético que reveló al mundo que, bajo la tenaza de hierro del comunismo, seguía latiendo el corazón cristiano de los pueblos del centro y este de Europa.

Benedicto XVI ha recibido al presidente de Hungría, Lászlo Úrnak, quien ha agradecido al Papa su cálida solidaridad con el pueblo húngaro, al cumplirse el cincuentenario del levantamiento de Budapest de 1956. Efectivamente, el Papa ha querido subrayar con una carta personal el significado profundo de aquel primer gesto de libertad de uno de los países sojuzgados por la dictadura soviética, un gesto temprano y profético que reveló al mundo que, bajo la tenaza de hierro del comunismo, seguía latiendo el corazón cristiano de los pueblos del centro y este de Europa.
Una estatua de Stalin destruida durante el levantamiento de Budapest de 1956
Después vendrían Checoslovaquia y Polonia, pero es cierto que al valeroso pueblo húngaro le cupo la responsabilidad y el honor de abrir esa brecha.

El aniversario me recuerda una experiencia personal de hace cuatro años, mientras visitaba la histórica ciudad de Eger, en el confín norteño de la extensa llanura magiar. En una colina que domina la impresionante vista del casco urbano, se halla enclavado el memorial de los caídos húngaros durante la resistencia al avance turco, a mediados del siglo XVI. El arzobispo de la diócesis nos mostraba con plácido orgullo aquel recuerdo de una época en que su país se convirtió en algo más que la frontera ente dos imperios: en el puesto avanzado de una cristiandad europea que se asomó al riesgo real de desaparecer. Desde esa misma colina se contempla la imagen inolvidable de una ciudad forjada por la fe de generaciones que han trenzado toda una civilización basada en la centralidad de la persona humana, en su dignidad inviolable y su apertura al Infinito, en el gusto por la libertad, el aprecio del trabajo y las iniciativas de solidaridad.

Ciertamente es sólo de ese humus del que pudo brotar el levantamiento del 56 en las calles de Budapest. Y no es extraño que en aquellos días prometedores que sólo los tanques soviéticos lograron abortar, la presencia de la Iglesia fuese un rasgo sustancial de la movilización social. El heroico cardenal Mindszenty, que había sufrido un vergonzoso proceso plagado de torturas y vejaciones, fue liberado tras ocho años de cárcel, y pudo ocupar de nuevo, aunque de manera efímera, la sede primada de Hungría. Desde Roma, Pío XII realizó cuatro vibrantes intervenciones públicas, en defensa de la libertad y de la identidad de Hungría. La represión causó miles de muertos y heridos y durante decenios echó el cerrojo a las libertades, pero no sepultó aquel espíritu que durante siglos había mantenido la resistencia de los húngaros frente a la embestida del poder otomano.

Como el Papa reconoce en su carta, el pueblo húngaro no ha dejado que las sucesivas opresiones sufridas a lo largo de su historia oscurecieran una concepción de la vida en la que "la persona, con sus legítimas aspiraciones morales, éticas y sociales, precede al Estado", y en la que "la estructura legal y la justa laicidad, siempre se conciben dentro del respeto a la ley natural traducida en los auténticos valores nacionales". Cincuenta años después, la embestida contra esos valores no procede de una utopía totalitaria, sino de un nihilismo cuya capacidad de corrosión es más intensa que la de las checas de los ocupantes soviéticos. La memoria de aquel acontecimiento, para ser fecunda, debe abundar en las raíces espirituales y culturales que lo hicieron posible, y en todo caso plantea un doble desafío, a la sociedad y a la Iglesia. A la sociedad, para reencontrar la savia que haga posible no sucumbir al cáncer de la disolución y el escepticismo; a la Iglesia, para superar la tentación de ensimismarse en un pasado glorioso, como si éste asegurase la pervivencia de la fe. Aquel tejido comunitario que permitió educar y transmitir la fe y la cultura en tiempos de clandestinidad y persecución, debe ser recreado ahora con nuevos moldes para ofrecer la propuesta cristiana a unas generaciones que por primera vez, corren el riesgo de descolgarse por completo de su matriz vital. En Hungría como en el resto de Europa.
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