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EN LA ESPERA DEL CÓNCLAVE

In medio Ecclesiae

“Sígueme”. Habrá otro, sin duda, cuyo nombre y rostro todavía desconocemos, que escuchará de nuevo esta invitación de Jesús a Pedro evocada por el cardenal Ratzinger durante la homilía de las exequias de Juan Pablo II. Lo escuchará bajo el imponente espectáculo de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, “entre el día de la Creación y el día del Juicio”. Aquel que sea llamado a colgar de su cinto las llaves del Reino, sentirá muy pronto que éstas tienen un peso muy singular, que responder a ese “sígueme” supone afrontar una aventura sin otro mapa ni otra brújula que el amor de Cristo presente en el cuerpo de la Iglesia.

“Sígueme”. Habrá otro, sin duda, cuyo nombre y rostro todavía desconocemos, que escuchará de nuevo esta invitación de Jesús a Pedro evocada por el cardenal Ratzinger durante la homilía de las exequias de Juan Pablo II. Lo escuchará bajo el imponente espectáculo de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, “entre el día de la Creación y el día del Juicio”. Aquel que sea llamado a colgar de su cinto las llaves del Reino, sentirá muy pronto que éstas tienen un peso muy singular, que responder a ese “sígueme” supone afrontar una aventura sin otro mapa ni otra brújula que el amor de Cristo presente en el cuerpo de la Iglesia.
Capilla Sixtina, en la que se eligirá el nuevo Papa
“Otro te ceñirá”, le dijo Jesús a Pedro, es decir, no será tu plan, ni tu energía, ni tu ciencia, las que marquen el camino: para un hombre del siglo XXI, aunque sea cardenal de la Santa Romana Iglesia, tiene que se duro escuchar estas palabras. Bien recordaba el teólogo von Balthasar, que el ministerio de Pedro se basa en la confesión del amor realizada desde la evidencia de la propia miseria, una miseria que hundiría a cualquiera que no experimentase, al mismo tiempo, el abrazo irresistible de la misericordia de Dios.
 
Ya adivino la risa sardónica de más de un colega tras la lectura de estas líneas. Cuando escribo, la Congregación de los cardenales se ha reunido ya ocho veces, y se acerca el día de cerrar la puerta del Conclave y escuchar “¡extra omnes!” Los hombres de púrpura llegados de los cinco continentes se desayunan estos días con los análisis de los periódicos sobre el futuro de la Iglesia, con las quinielas de los vaticanistas, con la revelación de supuestos intereses geoestratégicos que harían más o menos grato, éste o aquel candidato, a las potencias de la tierra. Espero que atesoren alguna dosis de ironía, y que también comprendan el vértigo mediático que como un huracán envuelve estos días la Ciudad Eterna. No es para menos. Los revolucionarios franceses pronosticaron a finales del XVIII que “ese lama de Roma, desaparecería pronto de la historia”, y cuentan que Garibaldi se planteó arrasar la Basílica de San Pedro, para humillar definitivamente el poder de los Papas... Pero la historia es larga, y a pesar de todas las oscuridades y pecados de quienes han cuidado la heredad de Pedro, el Pontificado ha salido una y otra vez a flote, como si Alguien lo sostuviese; y con Juan Pablo II, ha tocado una especie de inesperado cenit. Él no tenía ejército, ni economía, ni grandes medios de comunicación en sus manos, pero el mundo entero se ha rendido clamorosamente al testimonio de la verdad que él encarnaba. Pueden desternillarse los cínicos, pueden intentar (¿no lo están haciendo ya?) pulverizar el acontecimiento que hemos vivido en torno a su cuerpo, pero está ahí, para alegría de unos e insuperable confusión de otros.
 
Los muros que rodearán a los cardenales a partir del Lunes no deben ser tan impermeables como para impedir que penetren tantos ecos. El eco de un pueblo cristiano que ha despertado su fe cansada al llamado del Papa Wojtyla: “¡Levantaos, vamos!”; pero también el eco de una humanidad cansada y deprimida, quizás como nunca en la historia, una humanidad hija de la ideología de la “muerte de Dios”. Por eso el mundo (¡no sólo la Iglesia!) necesita un pastor cuyas entrañas se conmuevan por ese dolor, por esa soledad apenas reconocida y pronunciada, que aflige a esta generación. Desde luego, un Papa jamás se puede entender aislado de la Iglesia. El hombre que esperamos se ha alimentado de ese Cuerpo y camina dentro de ese pueblo, pero hay algo que sólo le compete a él: tú eres Pedro, la piedra frágil sobre la que misteriosamente se edifica la Iglesia en la historia.
 
El nuevo Papa, colocado “in medio Ecclessiae”, deberá proseguir el diálogo de Juan Pablo II con el hombre extraviado y atormentado nuestra época; tendrá que cuidar con tenacidad para que la experiencia del cristianismo no padezca ninguna de las reducciones que siempre la amenazan (moralismo, ritualismo, culturalismo); arraigado en la Tradición viva de la Iglesia, deberá alentar nuevas formas de vida y de presencia cristiana, y sostener en el coraje de la fe a los creyentes cuando estos vacilen o se atemoricen; deberá proclamar la unicidad de Cristo, el único Salvador del hombre, y hacer progresar el diálogo con el Judaísmo, el Budismo y el Islam; sentirá en su carne la punzada de la división de los cristianos, y deberá gastar humildad para mostrar a los hermanos ortodoxos y reformados que su ministerio no es para el dominio sino para la unidad en Cristo; habrá de explorar con fortaleza y misericordia las fronteras de la bioética, y enronquecer mientras defiende el derecho de los pobres y los oprimidos, de los que tienen hambre de pan y de libertad..., y en fin, desde luego, no podrá eludir el escándalo de la pretensión cristiana (¡signo de contradicción!) en un mundo amenazado por lo que C. S. Lewis llamaba “la abolición del hombre”.
 
A estas alturas cualquier cardenal puede sentir que se le corta el aliento. ¿Quién podría, humanamente hablando, con esta carga? Pero la voz que le llegará de los frescos de la Sixtina no preguntará al elegido si está en condiciones de cumplir esta Agenda, sino tan sólo: “¿me amas? Entonces, sígueme”.
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