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DIFERENCIA ENTRE VALORES Y CONOCIMIENTOS

Instrucción y educación

En una entrevista realizada con motivo de la reciente publicación de su libro Las pequeñas memorias, decía José Saramago con preñadas palabras: "Estamos sumidos en una crisis social gravísima porque vivimos como valores lo que no pueden serlo jamás. Y todo viene acrecentado por una confusión gravísima entre instrucción y educación. La escuela puede instruir, esto es, impartir conocimientos, pero no educar, inculcar valores, que es lo que antes hacían las familias y que ya no hacen. Yo debo una parte enorme de mi forma de ser a mis abuelos, que eran analfabetos pero que supieron educarme sin darse cuenta."

En una entrevista realizada con motivo de la reciente publicación de su libro Las pequeñas memorias, decía José Saramago con preñadas palabras: "Estamos sumidos en una crisis social gravísima porque vivimos como valores lo que no pueden serlo jamás. Y todo viene acrecentado por una confusión gravísima entre instrucción y educación. La escuela puede instruir, esto es, impartir conocimientos, pero no educar, inculcar valores, que es lo que antes hacían las familias y que ya no hacen. Yo debo una parte enorme de mi forma de ser a mis abuelos, que eran analfabetos pero que supieron educarme sin darse cuenta."
José Saramago ha dicho algo sensato

Esta distinción entre instrucción y educación y entre quiénes son competentes para cada una es curiosamente coincidente, aunque las circunstancias históricas son muy distintas, con lo que Condorcet expuso en 1792 ante la Asamblea Nacional, en plena revolución francesa, en su Rapport sur l’instruction publique.

En la instrucción, se trata de impartir y no de inculcar conocimientos. En la educación, se inculcan y no se imparten valores. Esto es así por la naturaleza misma de ambas realidades, por ello, el sujeto de transmisión debe tener una cualificación distinta. En los conocimientos no tiene por qué entrar en juego lo personal, la transmisión de los mismos no precisa de la comunión entre el que da y el que recibe. No tiene por qué ser excluida, pero no es exigible ni imprescindible.

En los valores, la cuestión es distinta, no solamente porque en ellos, además de lo cognitivo-racional, intervenga también la apreciación afectiva de los mismos, ya que los valores no solamente se perciben o se comprenden, sino que nos llaman para ser realizados. Cuando hablamos de valores nos estamos refiriendo, sobre todo, a algo que está cualificado intrínsecamente de tal manera que el hombre, además de percibirlo como valioso para su propia perfección en orden a un fin, se ve afectado por él de tal modo que, atraído por el fin al que está llamado, se siente movido a realizar ese valor en su vida concreta. Aquí está en juego toda la persona, no simplemente un aspecto de ella, como pueden suceder con los conocimientos. Éstos son también valiosos, pero lo son en orden a un fin y, por tanto, el peso que en la vida personal tengan depende del para qué, que ordena la propia existencia y jerarquiza, por ello, todas las realidades valorativamente. Los mismos conocimientos tienen, para personas distintas, relieves muy diferentes y esto no depende de la transmisión del conocimiento, sino del para qué en que esté situado quien los reciba. Lo decisivo en los valores es, por consiguiente, el para qué.

Para la realización de los hombres, incluidos evidentemente varones y mujeres, no es lo mismo un fin que otro; para la perfección humana estoy convencido de que hay uno sólo. Sin embargo, otra cosa es descubrirlo y comunicarlo. El niño, además de su gestación intrauterina, tiene también una fuera del claustro materno. En este período, se nos entrega el mundo valorativamente ordenado. Más adelante podremos poner en cuestión la cosmovisión recibida, pero para poner ésta patas arriba necesitamos partir de una previamente dada. Desde el vacío no nos es posible hacerlo. ¿Pero quién nos da ese nuestro primer patrimonio? El sujeto idóneo no puede ser otro que la familia, porque es el lugar de la máxima personalización, porque es el ámbito de saturación amorosa por excelencia.

¿Es capaz de ello el Estado, siendo lo más impersonal? A falta de fe en Dios, el Estado va ocupando paulatinamente su lugar. En él nos abandonamos y, de él, de su poder creciente, lo esperamos todo, con la comodidad de que, a diferencia del Creador de la libertad, el Estado nos eximirá de responsabilidad a cambio de sumisión. Esta divinización larvada, con la consiguiente teocracia laicista, no puede admitir competidores. Por eso muchos están interesados en presentar la famosa Educación para la ciudadanía como una alternativa a la religión. Pero solamente cuando alguien asume, para sí mismo, la deriva actual masificadora, haciéndose cómplice de su propia despersonalización, puede hacer dejación de su condición de padre o madre, cederla al Estado y, satisfecho, quedar reducido a simple progenitor.
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