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CARITAS IN VERITATE

La caridad, motor del desarrollo

Una mirada ancha y penetrante, inteligente y amorosa, crítica y esperanzada, sobre un mundo en movimiento, sobre el mundo en el que viven su aventura los hombres y mujeres de esta época. La encíclica Caritas in veritate es un gran río que recoge aportaciones de las ciencias más variadas, pero su fuente es la experiencia cristiana que desde hace veinte siglos construye en el surco de la historia. Aquí nos habla la humilde genialidad de Benedicto XVI, pero a su través hablan generaciones de cristianos que han hecho de la tierra un lugar más digno del hombre.

Una mirada ancha y penetrante, inteligente y amorosa, crítica y esperanzada, sobre un mundo en movimiento, sobre el mundo en el que viven su aventura los hombres y mujeres de esta época. La encíclica Caritas in veritate es un gran río que recoge aportaciones de las ciencias más variadas, pero su fuente es la experiencia cristiana que desde hace veinte siglos construye en el surco de la historia. Aquí nos habla la humilde genialidad de Benedicto XVI, pero a su través hablan generaciones de cristianos que han hecho de la tierra un lugar más digno del hombre.

Hace algunos años el intelectual judío Joseph Weiler se escandalizaba del desprecio intelectual de las élites europeas hacia el pensamiento social de los papas. No entendía cómo se podía, por ejemplo, afrontar la construcción europea prescindiendo de esa veta de sabiduría única que para él es tan evidente. Y así Rerum novarum contempla el nuevo escenario salido de la revolución industrial, Populorum progressio el mundo pujante y desequilibrado de la posguerra, Centesimus annus el nuevo ciclo inaugurado por la caída del Muro de Berlín, y Caritas in veritate afronta el tiempo de la globalización, del gran vacío cultural del nihilismo y de la amenaza fundamentalista. ¿Acaso el mundo es una caja de Pandora en la que los hombres rebotamos alocadamente en busca de un frágil bienestar para luego salir discretamente de la escena? ¿Es sólo el resultado del azar o el juego cruel de los que detentan el poder? ¿O ha nacido de una razón que es amor y consiste en el espacio dramático de una aventura que tiene sentido y finalidad buenos? Ésta última es la certeza que alimenta y da calor cada una de las páginas que ahora tenemos en nuestras manos.

La Iglesia no ofrece soluciones técnicas ni pretende sustituir a los Estados ni a las empresas. Ella sólo posee la riqueza de la fe que ensancha la razón, el dinamismo de la caridad que impulsa a servir a los otros porque son amados de Dios, porque su vida es preciosa sea cual sea la circunstancia que atraviesen. El Papa no despliega un pensamiento abstracto, sino la mirada sobre los problemas del mundo que nace de la escucha del Evangelio y de la práctica de una caridad que construye. Visto desde ahí, el desarrollo es el proceso siempre inacabado por el que los hombres, las familias y los pueblos, buscan establecer un espacio que contribuya a desarrollar su propia identidad, a proteger su dignidad y favorecer su vida común. Por eso el primer protagonista no es el Estado ni las organizaciones internacionales sino el hombre concreto. El hombre con su razón capaz de alcanzar la verdad y su libertad capaz de adherirse al bien y de abrirse a los otros gratuitamente. Caridad en la verdad: porque el desarrollo es una quimera o una ópera bufa si no existe una verdad del hombre que pueda ser reconocida y compartida, y si no existe un ímpetu amor que nos lleva a preocuparnos del destino del otro. Esta es la visión del desarrollo como vocación, verdadero corazón de la encíclica.

Benedicto XVI recoge una piedra miliar del pensamiento de Pablo VI, que el Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo ¿Es una ingenuidad? Creemos firmemente que no. Se puede documentar que allí donde el Evangelio ha arraigado y dado frutos, la vida se ha hecho más íntegramente humana, más libre y compartida, más capaz de afrontar las dificultades de cada día. Hay una línea fuerte que recorre todo el documento: que ni la técnica, ni la política, ni las instituciones son suficientes para garantizar el desarrollo. Éste será siempre una obra de hombres y mujeres que libremente se ponen juntos en camino, y asumen el protagonismo de construir una ciudad a la medida del hombre cuya vocación es el Infinito. Por supuesto que la técnica juega en esta aventura un papel liberador, si es gobernada por una mirada auténticamente humana. Pero ya deberíamos estar de vuelta del mito de la omnipotencia de la técnica, tanto como de la ilusión de los proyectos ideológicos que han violado brutalmente la dignidad humana con vistas a un paraíso en la tierra. El desarrollo sólo se mide adecuadamente por el respeto a la verdad integral del hombre.

Por eso el Papa considera elementos centrales de este proceso la cultura de la vida, la defensa de la familia y la libertad religiosa. Tres pilares que con frecuencia son ignorados o incluso cercenados en los planes de desarrollo de los Estados y las Agencias internacionales. Pero sin apertura a la vida, sin familias que sedimenten y transmitan la experiencia, sin una religiosidad que se juega libremente en el espacio público, el desarrollo sólo será un plan, un esquema vacío. Es significativa la invocación al carácter profético de la Humanae vitae de Pablo VI. La política tiene que jugar su papel apoyando a las realidades humanas que trabajan sobre el terreno: es un canto renovado y vibrante de la encíclica al valor de la subsidiariedad. Así se concede protagonismo a la realidad de los sujetos sociales, se respeta su tradición y su cultura, se arraiga el progreso en la tierra y no en los cuadros macroeconómicos.

Benedicto XVI entra de lleno en los problemas concretos de esta hora. Habla de la globalización como una oportunidad que debe ser gobernada y orientada hacia el bien de la entera familia humana. No es una fuerza ciega ni para el bien ni para el mal, basta ya de determinismos. Afronta el drama del desempleo, la erosión de las redes sociales de protección, la deslocalización de las grandes empresas en busca de entornos más favorables, los grandes flujos migratorios, el flagelo del hambre, la homologación cultural impuesta a los más pobres, la fragilidad del mercado cuando falta una base de solidaridad y confianza, la dimensión moral de las inversiones, la deriva de unas finanzas orientadas exclusivamente al rápido beneficio... Y lo curioso es que en ningún momento se encuentra una posición parcial o ideológica, sino una mirada competente y llena de sabiduría que invita a renovar desde dentro los instrumentos económicos, las políticas y las instituciones. Renovarlos a partir de una nueva síntesis humanista, a partir de un amor rico en inteligencia

Originalísima la reflexión sobre el mercado, que permite el encuentro entre las personas con sus necesidades y deseos, pero que requiere formas internas de solidaridad y de confianza mutua para cumplir su función. El mercado ha de sacar fuerzas morales de otras instancias, es por tanto una realidad imbricada en el tejido de las relaciones sociales, de las que en buena medida depende. La vida económica, sostiene el Papa, tiene necesidad de la lógica del mercado pero necesita además leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, y también debe abrir espacio a obras caracterizadas por la lógica de la gratuidad y del don. Sin recelo alguno hacia la dinámica mercantil, Benedicto XVI anima la experiencia de empresas que no se guían exclusivamente por el beneficio sino que contemplan también otros objetivos sociales. Se trata de superar la exclusividad del binomio Estado-mercado, dando espacio a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión.

Sería inútil perseguir aquí un reflejo exhaustivo de un documento trascendental para este momento histórico. Hay un hilo de oro que recorre sus páginas: la necesidad de un nuevo humanismo abierto a Dios, el único capaz de movilizar las energías de la razón y de la libertad, el único que genera comunidades vivas capaces de construir y de educar, que estarán en condiciones de aprovechar el potencia de la técnica y de crear reglas e instituciones al servicio de un auténtico desarrollo. El humanismo que excluye a Dios seca las fuentes de lo humano y aboca al fracaso de los empeños por establecer el desarrollo. Este sólo puede ser sostenido por la conciencia de quién es el hombre, y por la conmoción profunda que su dignidad suscita.

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