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FELICIDAD Y BUENA INTENCIÓN

La Iglesia, siempre culpable

El diario El Mundo comenzó hace unos días una serie titulada La familia que viene, donde van apareciendo distintas parejas formadas por personas del mismo sexo y van dando su opinión sobre todo lo relacionado con esta temática. La serie la inauguró una pareja de dos mujeres barcelonesas, Joana Roch y Sabine Bisbe, las dos llevan veinticinco años juntas. Joana, a quien le gusta el jazz y tocar la batería, dice: "¿Por qué la Iglesia no quiere que yo sea feliz?" Me parece muy interesante la cuestión, pues es un reflejo claro de la visión que muchos tienen de la Iglesia y del hombre.

El diario El Mundo comenzó hace unos días una serie titulada La familia que viene, donde van apareciendo distintas parejas formadas por personas del mismo sexo y van dando su opinión sobre todo lo relacionado con esta temática. La serie la inauguró una pareja de dos mujeres barcelonesas, Joana Roch y Sabine Bisbe, las dos llevan veinticinco años juntas. Joana, a quien le gusta el jazz y tocar la batería, dice: "¿Por qué la Iglesia no quiere que yo sea feliz?" Me parece muy interesante la cuestión, pues es un reflejo claro de la visión que muchos tienen de la Iglesia y del hombre.
Manifestación por la familia
En primer lugar, la pregunta: "¿Por qué la Iglesia no quiere que yo sea feliz?" Se demanda la causa de que algo es de una determinada manera, pero se da por sentado que eso es así, lo único que no se sabe es el porqué. Como el lector probablemente habrá podido experimentar en más de una ocasión, cuando se habla de determinados asuntos, la conversación está siempre viciada por un lastre que está presente en nuestra sociedad, que explícita o implícitamente, que latente o patentemente buen número de medios de comunicación inoculan en el riego sanguíneo social, y es que la Iglesia es mala. Da igual que se esté hablando del pseudomatrimonio de homosexuales, del aborto, del SIDA, etc., parece como si la Iglesia hubiera perdido la presunción de inocencia y la carga de probarla cayera siempre sobre sus hombros. Desde este lugar, cualquier argumento está invalidado desde el principio, pues del malo siempre se espera una actuación movida por miras detestables y, entonces, aunque las razones sean las mejores, la supuesta mala intención las anula. ¿Qué se puede esperar de alguien que no quiere que una persona sea feliz?
 
Cuando en una sociedad, a una parte de la misma se le asigna el papel del malo, se ha producido una quiebra muy importante en su seno, pues el diálogo solamente es posible cuando presupongo en el otro la buena intención. Una conversación es fructífera cuando las dos partes dan por sentado que la discrepancia en las opiniones no es por maldad del otro, sino, como mucho, por error, reflexión insuficiente, falta de preparación, etc. Pero sea cual fuere el caso, la convivencia en una sociedad plural es posible en la medida en que se busque la verdad y se suponga que, quien no coincide con las propias opiniones, también la busca. La Iglesia, como cualquier grupo formado por hombres, ha cometido muchos errores a lo largo de su historia y cometerá muchos más, pero una de las cosas que constantemente anuncia son las Bienaventuranzas, tal y como Jesús habló de ellas en su Sermón de la Montaña (Mt 5, 1-12), que no son otra cosa sino un anuncio de cual es el camino de la felicidad y de que ésta es querida por Dios para todos, también para Joana.
 
Y aquí nos encontramos con otro problema y es el de la felicidad. En nuestra cultura, es moneda común de cambio pensar que la felicidad consiste en la satisfacción del proyecto de vida que cada quien se haya querido marcar y, como quiera que todos los hombres tienen derecho a la felicidad, todos tienen derecho a realizar el proyecto de vida que hayan querido elegir. Lo que ocurre con la Iglesia es que piensa que en la felicidad del hombre no solamente hay que contar con la libertad, sino también con lo que el hombre es. La moral justamente se inscribe aquí, en el preguntarse sobre lo que el hombre debe hacer, sobre el correcto ejercicio de la libertad, porque lo que el hombre, sea varón o mujer, elige hacer no es indiferente, ya que la naturaleza humana es de una determinada manera y el sentido de su vida solamente puede inscribirse en los parámetros que vienen determinados por lo que es. La Iglesia no quiere imponer una determinada forma de vida a nadie, pues entre otras cosas sería ir en contra de la libertad creada y querida por Dios, pero, precisamente porque quiere la felicidad de todos, no puede dejar de decir lo que ella considera que es el camino hacia la plenitud de la vida humana y lo que son medidas legislativas que deteriorarán la vida social y dañarán el bien común. La Iglesia tiene una palabra y también, cómo no, buena intención.
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