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ZAPATERO Y LA PAZ

La paz que queremos

La fiesta de la Navidad es una invitación gozosa a vivir la paz y la justicia. Éste es también el deseo expresado por el Papa para celebrar la Jornada Mundial de la Paz, el primer día de enero del nuevo año. Instituida por Pablo VI en 1968, desde entonces se viene celebrando todos los años. El lema elegido por Benedicto XVI es “En la verdad, la paz”. Me parece importante tenerla en cuenta.

La fiesta de la Navidad es una invitación gozosa a vivir la paz y la justicia. Éste es también el deseo expresado por el Papa para celebrar la Jornada Mundial de la Paz, el primer día de enero del nuevo año. Instituida por Pablo VI en 1968, desde entonces se viene celebrando todos los años. El lema elegido por Benedicto XVI es “En la verdad, la paz”. Me parece importante tenerla en cuenta.
Benedicto XVI
Cuánto me gustaría poder detenerme exclusivamente en el comentario de este Mensaje, que refleja la sabiduría, la profundidad y la dulzura que caracterizan a Benedicto XVI. Pero no puedo prescindir de la significación que tiene leído en nuestro contexto. Es una palabra de esperanza y aliento para quienes, tanto individual como comunitariamente, trabajan por la paz con la verdad, y un rechazo total a “todo el que ame y practique la mentira”.

El Mensaje recuerda que “la paz es un anhelo imborrable en el corazón de cada persona, por encima de las identidades culturales específicas. Precisamente por esto, cada uno ha de sentirse comprometido con el servicio de un bien tan precioso, procurando que ningún tipo de falsedad contamine las relaciones (…). La verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada”.

Esta enseñanza, que el Papa llama “simples verdades que hacen posible la paz”, no es fácilmente reconocible en el curso de nuestra historia actual. Entre nosotros, preocupa el nacionalismo, ese “infantilismo de la humanidad” (Albert Einstein) que acude a la violencia directa de los que matan, de los que amenazan, de los que extorsionan, de los que atacan físicamente y moralmente, de los que chantajean y de los que arrinconan y excluyen socialmente al diferente, para ver cumplida, –lo digo con palabras del Mensaje de la Paz– la “exaltación exasperada de las propias diferencias”. No menos dañina es la violencia estructural instalada en las mentes, en los tópicos culturales y en la mentira, como contenido sistemático de algunos medios de comunicación y como discurso recurrente de ciertos políticos.

Estas perversiones usadas como vías políticas no pueden conducir a la paz duradera, ni a ningún estadio de la convivencia que merezca ese nombre, porque no se construye sobre la verdad. Me llamó la atención que, en una de las últimas sesiones de control al Gobierno, Mariano Rajoy pidió a Rodríguez Zapatero que aclarara si mantenía negociaciones con ETA, en orden a lograr la tregua tan anhelada. El Presidente del Gobierno hizo lo que es habitual: no contestar la pregunta y divagar sobre los nobles sentimientos y deseos de paz, justicia, libertad y progreso que, según parece, a él le embargan y le consumen, y, en cambio, a los demás, no.

Naturalmente, los ciudadanos se preguntan: ¿no hay un Pacto Antiterrorista, un Pacto por las Libertades, que obliga por igual a Zapatero y a Rajoy? ¿Cómo se entiende que Zapatero viole este Pacto, negocie a escondidas con la ETA y no dialogue con la otra parte firmante del Pacto? Ante la falta de lealtad y de respeto a la palabra dada, y ante la falta de transparencia, nadie se extrañe que, los ciudadanos, preocupados y perplejos, hagamos preguntas incómodas. Es normal que los ciudadanos queramos saber qué está pasando, si está en marcha un proceso de paz y de entendimiento. Incluso, si Zapatero ha sido obligado a violar los pactos suscritos con los populares, a no contar con las organizaciones de la sociedad civil, a olvidar y a silenciar a las víctimas de la violencia directa del terrorismo, a las víctimas de la violencia estructural del nacionalismo, y a negociar de rodillas con los partidos minoritarios, radicales y separatistas. Porque las autoridades que, en lugar de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente la paz, fomentan en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones y ciudadanos, asumen una gravísima responsabilidad y contribuyen a hacer más insegura e inestable nuestra convivencia.

Está en riesgo o lejana la paz posible. Cuando hablo de la paz posible y deseable, yo creo que hablo de la paz que entiende todo el mundo. No me refiero, prioritariamente, al anhelo de armonía última que guarda todo ser humano en su corazón, sino al equilibrio, bienestar, convivencia, autonomía y goce de oportunidades que experimenta cada ser humano en su vida cotidiana. Cuando hablo de paz me refiero a la situación y al estado de animo que nos permite a todos, en la medida de lo posible, dedicarnos a nuestras tareas de ciudadanos, sin coacciones y sin controles, en todos los ámbitos: en el ejercicio de la libre iniciativa de la economía, en la obligación de educar en libertad, en la política, en la familia, en el uso de la lengua común, en el uso de la libertad de informar de manera veraz, en el ejercicio de la libertad de expresión y opinión, así como en la libertad religiosa y de conciencia. Dicho de una manera global, lo expresaría con la pedagogía de Juan XXIII en Pacem in terris: la paz que se aprende, se construye y se vive, gradualmente, en círculos cada vez más amplios, en las relaciones de los ciudadanos entre sí; en las relaciones de los ciudadanos con sus poderes públicos; en las relaciones entre los estados; y en las relaciones de la comunidad internacional en el marco de la ONU.

Cunde la sensación de que se trabaja, desde el secretismo, por una paz impuesta, a golpe de hechos consumados. No queremos la paz del trágala y del cerrojazo. Por eso, no debemos cansarnos de denunciar el cúmulo de hechos que no cooperan a la convivencia y a la paz verdadera, sino a la confrontación, al temor y a la inseguridad ante el mañana. No puede ser verdadera la paz que proponen aquellos que están obligados a pactar con quien sea, excepto con el partido que representa a diez millones de votantes.

Tampoco queremos la paz de la mordaza y del silencio de los cementerios. La paz que queremos es más que ausencia de guerra, muerte y violencia. La paz posible se construye día a día en torno al conocimiento y la interpretación de los hechos y los acontecimientos que afectan a nuestra existencia individual y colectiva. Los ciudadanos tenemos el derecho de exponer y defender nuestras propuestas de paz, y de exigir que se aclare aquello que esté envuelto en oscuridad y trampas ocultas. Cuando esto no ocurre, es natural que cunda la sospecha de que hay algo muy oscuro e incómodo que se oculta.

No queremos la paz de los favores pagados y del diálogo de rodillas. Del 11-M a esta parte, todos somos víctimas de políticas favorables a los radicales, a los separatistas y a los violentos, sin que veamos que estén orientadas a la coordinación, la solidaridad y el bien común. No queremos la paz de la claudicación de los demócratas y del silencio y la resignación de las víctimas. No es cuestión de generosidad y de caridad fraterna de los demócratas y los pacíficos, sino de justicia y verdad, en un marco de relaciones leales y transparentes.

Es posible la paz en la verdad. Para ello, es necesario que cada comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo la verdad de la paz, es decir, la verdad del Dios que se hizo hombre, para que el hombre tuviera en quien mirarse y se pareciera más a Dios.

Juan Souto Coelho es miembro del Instituto Social “León XIII”
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