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JULIÁN MARÍAS

La vida perdurable

Cada uno de estos tres pecados por separado, ser liberal, ser español y ser católico, suele ser motivo suficiente para ganarse algún tipo de grado de marginación de la vida intelectual española; Julián Marías atesoraba sobradamente los tres. Su fe lo llevó a participar en París en la Semana de los intelectuales católicos en 1949 o a pasearse con Alfonso Querejazu por parajes abulenses en las Conversaciones Católicas de Gredos  o a responder a la llamada de Juan Pablo II para formar parte del entonces recién creado Consejo Internacional Pontificio para la Cultura.

Cada uno de estos tres pecados por separado, ser liberal, ser español y ser católico, suele ser motivo suficiente para ganarse algún tipo de grado de marginación de la vida intelectual española; Julián Marías atesoraba sobradamente los tres. Su fe lo llevó a participar en París en la Semana de los intelectuales católicos en 1949 o a pasearse con Alfonso Querejazu por parajes abulenses en las Conversaciones Católicas de Gredos  o a responder a la llamada de Juan Pablo II para formar parte del entonces recién creado Consejo Internacional Pontificio para la Cultura.
Julián Marías

Pero ante todo, como filósofo que era, su visión responsable de la realidad, que es en lo que para él consistía el filosofar, lo fue desde la fe, ya que ésta y la razón no van por separado para luego tener que hallar posteriormente una conciliación entre ambas o ponerlas a dialogar. El hombre creyente razona fiducialmente y cree razonablemente y es que, tal vez, parafraseando a Xavier Zubiri, uno de los extraordinarios maestros que tuvo Julián Marías, habría que hablar de intelección creyente o de fe inteligente, pues si la inteligencia se puede dar al margen de la fe, ésta nunca se da sin aquella y cuando hay fe viva, mientras no se niegue, la intelección será creyente. Por ello, para este sin par discípulo de Ortega, una de las principales categorías de su pensamiento era la vida perdurable. Desde ella fue fiel a su maestro y lo superó, pues partiendo de un pensamiento cuyo eje central era la vida humana, sin embargo desbordó al que fuera su catedrático de metafísica, pues la vida perdurable era para él desde donde la vida humana no quedaba clausurada en su finitud y encontraba la plenitud de sentido y, al mismo tiempo, ésta era el punto de apoyo para poder imaginar a aquella.

Cuando escribía de la vida perdurable solía recordar aquellos versos de Calderón: “Sólo a una mujer amaba. / Que fue verdad veo yo / en que todo se acabó / y esto solo no se acaba”. Para él, el verdadero amor nos capacita para ver en profundidad al otro y por ello se convierte en imprescindible, por eso, en su opinión, el afán de inmortalidad en el hombre se descubre primariamente en la necesidad de inmortalidad ajena, de que el otro no muera para siempre. Por tanto se preguntaba: “¿No sucederá […] que en épocas en que la capacidad amorosa decae, en que el nivel amoroso es bajo, se produce automáticamente un descenso del deseo de inmortalidad, de la pretensión de perdurar?” Tremenda pregunta que como daga queda clavada en el corazón de nuestra sobre-erotizada cultura. Pero él no hablaba solamente de inmortalidad, sino de resurrección de la carne, porque somos corpóreos y el ser amado también lo es: “Esto no quiere decir que la persona sea su cuerpo, en modo alguno, es un ‘tú’ de quien es ese cuerpo, pero es un ‘tú’ encarnado, corpóreamente realizado. Esa es precisamente la condición humana”.

Pero la vida perdurable da también un peso y una consistencia a nuestra vida que de otro modo serían impensables. Si todo cuanto el hombre anhela y construye estuviera abocado a la destrucción y desaparición total con la muerte, todo empezaría a tomar un tinte de relativismo –acaso estemos en ello-, nuestra libertad no pasaría de ser una cínica comedia en la que al final lo único que se dilucidaría serían las distintas variedades de lo que a la postre acabaría siendo nada, es decir, ya lo sería. En cambio, la vida humana, desde la perspectiva de su perdurabilidad, cobra el valor y el vértigo de lo eterno: “La vida mortal –los días contados–, tensa entre el nacimiento y la muerte, es el tiempo en que el hombre se elige a sí mismo, no lo que es sino quién es, en que inventa y decide quién quiere ser(y no acaba de ser). Podemos imaginar esta vida como la elección de la otra, la otra como la realización de ésta. […] Todo lo realmente querido, será. A eso nos condenamos: a ser de verdad y para siempre lo que hemos querido”. Y como la vida humana es tarea, la de la perdurable será la contemplación de Dios: “Habría que concebirlo como una empresa infinita, inagotable, capaz de llenar una vida como llena las nuestras la contemplación de la realidad, sobre todo la humana”. Dios quiera que allí nos veamos.
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