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JUAN PABLO II

Lágrimas en San Pedro

Las cámaras nos permitieron verlo con discreción y respeto, pero también con claridad. Cuando Juan Pablo II intentó pronunciar la bendición en el día más solemne del año cristiano, sin conseguirlo, en la plaza de San Pedro a muchos se les humedecieron los ojos. No hubo ningún asomo de histeria. Era el buen pueblo cristiano: jóvenes, ancianos, familias enteras, llegados de todos los rincones del orbe a esa plaza que es el corazón de la cristiandad. Mucha gente se ha fijado en el esfuerzo angustioso del Papa para conseguir hablar, pero yo prefiero contemplar hoy las lágrimas de su pueblo.

Las cámaras nos permitieron verlo con discreción y respeto, pero también con claridad. Cuando Juan Pablo II intentó pronunciar la bendición en el día más solemne del año cristiano, sin conseguirlo, en la plaza de San Pedro a muchos se les humedecieron los ojos. No hubo ningún asomo de histeria. Era el buen pueblo cristiano: jóvenes, ancianos, familias enteras, llegados de todos los rincones del orbe a esa plaza que es el corazón de la cristiandad. Mucha gente se ha fijado en el esfuerzo angustioso del Papa para conseguir hablar, pero yo prefiero contemplar hoy las lágrimas de su pueblo.
Juan Pablo II, en su intento de bendecir a los fieles
Hay una lectura facilona y banal de esas lágrimas, la que nos habla de un catolicismo infantil y poco crítico, demasiado sentimental, deudor de esquemas que deberían ser definitivamente removidos. Yo en cambio, he visto en esas lágrimas la gratitud de todo un pueblo que sabe muy bien cuánto debe al testimonio del Papa Wojtyla. Lo saben muy bien los europeos del centro y del este de Europa, cuya esperanza cristiana ha sostenido con indomable coraje frente al comunismo; lo saben los africanos, por cuya dignidad ha levantado tantas veces la voz, rompiendo el silencio de los poderosos; lo entienden los latinoamericanos, cuya lucha por la justicia y la libertad ha iluminado desde el Evangelio, sin ceder al señuelo de las ideologías; lo entendemos perfectamente nosotros, hombres y mujeres del occidente opulento, porque nos ha recordado que la fe cristiana es la plenitud de la razón, y nos ha convocado a confesarla y vivirla en libertad.
 
Cuando se cernía sobre la Iglesia la doble tentación de acomodarse al mundo y de replegarse a los cuarteles de invierno, Juan Pablo II plantó el cristianismo en el centro de la plaza pública. El trabajo en las canteras, el teatro clandestino para defender su cultura bajo el nazismo, la controversia filosófica con sus colegas marxistas de la universidad, y la familiaridad con los problemas afectivos de los jóvenes, le sirvieron para verificar que la experiencia de la fe coincide con una mayor inteligencia y libertad. Por eso podía invitarnos con autoridad a no tener miedo. Y desde el primer momento, el sentido común del pueblo cristiano sencillo, reconoció la roca de Pedro en medio del oleaje encrespado.
 
Por eso su testimonio directo y sencillo de la fe apostólica, hizo posible en todos los rincones de la tierra el acontecimiento de un pueblo unido que recuperaba el pulso para construir y el entusiasmo para comunicar. Ha sabido expresar el tesoro de la Tradición de la Iglesia en el contexto de las preguntas y de los dramas de nuestro tiempo, tal como pretendía el Concilio Vaticano II. Como padre de todos, ha acogido y valorado la novedad de los dones y carismas que el Espíritu ha regalado a su Iglesia para impulsarla a una nueva presencia en el mundo. Ha sido un misionero infatigable para el que nunca hubo contradicción entre la confesión de Jesucristo, Redentor del hombre, y la estima profunda a cuanto de noble, bello y verdadero hay en cualquier cultura humana. Y en el desempeño de su misión, no ha temido cargar sobre sus espaldas críticas e injurias, porque sabía que anunciar a Cristo es defender al hombre.
 
Las lágrimas derramadas en San Pedro este Domingo de Pascua, confiesan hasta qué punto nos ha ayudado a mantener la fe en medio de las tormentas de nuestra época. Sólo Dios sabe el tiempo que le queda de carrera a este gigante del Evangelio que Dios ha regalado a la Iglesia y al mundo, pero con su cuerpo maltrecho y su dolor reflejado en el rostro, Juan Pablo II proclama ante el mundo que el secreto de la vida consiste en el amor que se recibe y se entrega, no en el poder o en el bienestar que se conquista.
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