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MENSAJE PASCUAL DE BENEDICTO XVI

Las llagas del resucitado

Quizás recordando el título de un libro de su gran amigo Von Balthasar (Sólo el amor es digno de fe), Benedicto XVI proclamó ante el mundo en su Mensaje Pascual que "sólo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe".

Quizás recordando el título de un libro de su gran amigo Von Balthasar (Sólo el amor es digno de fe), Benedicto XVI proclamó ante el mundo en su Mensaje Pascual que "sólo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe".
Benedicto XVI

El Papa demostró una vez más que sabe dirigir las verdades esenciales de la fe al corazón del hombre contemporáneo, al explicar cómo la incredulidad del apóstol Tomás fue aprovechada por el Señor para mostrar el rostro auténtico de Dios, el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida.

Mientras contemplaba al Papa dirigirse a la humanidad doliente y esperanzada, representada por más de cien mil fieles de todas las razas y lenguas que abarrotaban la Plaza de San Pedro, me venían a la memoria unas palabras de Simone de Beauvoir especialmente significativas en el día de Pascua: "A veces la idea de disolverme en la nada me resulta espantosa, y llena de melancolía pienso en todos los libros que he leído, en todos los lugares que he visitado, en el saber que he acumulado, que ya no existirá más; tantos vínculos y repentinamente ya no queda nada; oigo las promesas con que embriagaba mi corazón, pero cuando echo una ojeada a esa jovencita crédula descubro llena de confusión de qué manera he sido engañada."

¿Verdaderamente la realidad, tan cargada de promesas para nuestra vida, nos engaña? Esta es la pregunta dramática a la que Cristo resucitado viene a responder. Es cierto, como señala el Papa, que "resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo", desechando así cualquier imagen análoga al Dios tapa-agujeros. Y así, el mundo y la historia siguen siendo para cada uno de nosotros una tierra de prueba, una prueba que con su carga de dolor y de injusticia, el propio Dios no ha querido rehuir, sino que haciéndose uno de nosotros ha querido experimentar incluso la oscuridad de la muerte. Por eso la Pascua es el grito que la Iglesia levanta desde hace más de dos mil años para decir al corazón oprimido de los hombres que no han sido engañados: que la intuición confusa pero profunda, de que la muerte no puede tener la última palabra, ha encontrado su confirmación en Jesús que se levanta del sepulcro.

A la pregunta de los cínicos de todas las épocas (¿Dónde está tu Dios?), Jesucristo ofrece una respuesta sorprendente para los sabios de este mundo, pero en ningún caso irracional: sus llagas nos hablan del compromiso de Dios con el sufrimiento y la zozobra humanos que ha querido experimentar en su propia carne, mientras que su presencia gloriosa desarbola el escepticismo de Tomás y manifiesta su victoria definitiva sobre la muerte, en la que pretende arrastrar consigo a toda la humanidad.

Aquellos que se encontraron con el resucitado, abandonaron para siempre la triste languidez en que decae la vida cuando se ve abocada a muerte. Comprendieron que cuanto había fascinado su razón y su corazón de hombres (la música, la mujer amada, el paisaje al atardecer, la fiesta con los amigos, el trabajo para cambiar la tierra) no estaba destinado a la nada, por el contrario, Cristo muerto y resucitado era para ellos la garantía de que lo que amaban, no lo perderían jamás.

La amarga melancolía de Simone de Beauvoir espera de los cristianos de esta hora el testimonio razonable y apasionado de la resurrección de Cristo, el único que podrá persuadirles de que, finalmente, no han sido engañados.

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