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ESPERANZA

Lo que empezó con este Niño

Quizás hoy no sea tan diferente de entonces. Un pueblo abotargado y cansado de esperar, receloso ante cada nuevo profeta que aparecía en la plaza; con su ración de iluminados que buscaban una salida violenta, y su cuota de cínicos y acomodados. También estaba la buena gente que seguía guardando en el corazón la tradición de Israel y el eco de las antiguas promesas, y que permanecía como ese resto que impide la muerte del pueblo.

Quizás hoy no sea tan diferente de entonces. Un pueblo abotargado y cansado de esperar, receloso ante cada nuevo profeta que aparecía en la plaza; con su ración de iluminados que buscaban una salida violenta, y su cuota de cínicos y acomodados. También estaba la buena gente que seguía guardando en el corazón la tradición de Israel y el eco de las antiguas promesas, y que permanecía como ese resto que impide la muerte del pueblo.
El Niño Jesús
Y vino Jesús. Pero tras el revuelo y los resplandores de aquella noche en Belén, volvió el silencio. Treinta años de trabajo en la carpintería y de oración en la sinagoga, treinta años compartiendo la mesa familiar bajo la autoridad de José y de María. Nada parecía haber cambiado, y sin embargo Él estaba allí, mezclado entre la gente que empezaba a agitarse con la predicación del Bautista. El pueblo caminaba en tinieblas, y aún no había visto la luz. Hasta que empezó a enseñar aquel joven rabí que hablaba con autoridad, no como los escribas; que se arrogaba la facultad de perdonar los pecados, que curaba a los enfermos y resucitaba a los muertos. De modo que todos se veían obligados a preguntar quién era Él. Jesús no se lo puso fácil: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Se comprende el murmullo, la reprobación y el escándalo…. Pero ¿por quién te tienes? En un momento dado tan sólo se quedan los doce y unas pocas mujeres. Pedro da voz a sus razones: "Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna". Después vendría su muerte en la cruz, la terrible espantada de sus amigos, y su inesperada victoria sobre la muerte. Sólo entonces comprendieron que era el Hijo de Dios hecho hombre, y que había introducido una novedad que ya ningún poder lograría desarraigar de este mundo.
 
Y ahora saltemos el foso de veinte siglos. Estamos en cualquiera de las ciudades de nuestra vieja Europa, por ejemplo la que refleja T.S. Eliot en "Los Coros de la Roca": «Viajé a Londres, a la City siempre en hora/ donde fluye el río con foráneas casas a flote/ Allí me dijeron: tenemos demasiadas iglesias,/ y demasiado pocas tabernas/ Allí me dijeron:/ que se jubilen los vicarios/ los hombres no necesitan la Iglesia». Es la imagen de la ciudad sin Dios, instalada en su mediocre bienestar, olvidadiza de los cimientos que la hicieron espléndida y de la savia que la alimentó durante siglos. Es la ciudad que esconce tras los fastos del bienestar y la vacua presunción de las ideologías, el vacío de tantas vidas anónimas, la humillación del ser humano, que diría Ignacio Sotelo. También aquí y ahora, como hace dos mil años en los caminos de Galilea, se alza una voz que anuncia lo inesperado, lo aparentemente incomprensible: que el Significado de la creación tiene un rostro de hombre, que el niño acostado en el pesebre es la carne indefensa de Dios que quiere compartir la fatiga de existir en esta tierra, que la victoria del día de Pascua sigue presente, dos mil años después, en el cuerpo de su Iglesia.
 
Hoy se levanta frente a la Iglesia la misma mirada escéptica de los Doctores de la Ley frente al rabí de Nazaret: ¿por quién te tienes? Como si dijeran: demasiado bien te conocemos, ¿qué podemos esperar de ti? Y sin embargo el misterio de este Niño acunado por María, el misterio de Jesús que pende de la cruz, el misterio del pueblo que Él reunió y envió hasta los confines de la tierra, no pueden dejar indiferente. Han caído los imperios, se han sucedido las doctrinas y han cambiado las culturas, pero lo que empezó con ese Niño sigue vivo, desafiando la inclemencia de los tiempos y dirigiéndose al corazón de los hombres y mujeres de cada generación.
 
A pesar de las flaquezas y pecados de sus miembros, la Iglesia siempre conserva un fondo de libertad irreducible, siempre alberga un brote de novedad desconcertante, y cuando muchos ya han extendido su acta de defunción, vuelve a levantarse para ofrecer un testimonio inconfundible de la verdad del hombre. Y es que si Dios ha llegado a conmoverse hasta tal punto por nuestra suerte, entonces el absurdo y el caos no tienen la última palabra. Y la esperanza ha echado raíces en una casa, con la puerta abierta para todos.
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