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CRUZADA DEL PSOE CONTRA LOS OBISPOS

Lo que Zapatero no puede impedir

Días de furia. Vuelan los insultos contra los obispos y saltan las amenazas, del chascarrillo a la impostada solemnidad. Ruge la marabunta cinematográfica en la noche de los Goya: "¡Disolución definitiva de la Conferencia Episcopal!" Desde todos los rincones se entona una especie de "¡No pasarán!" con sabor a trinchera muy antigua, casi olvidada. El PSOE concluye la legislatura con un estrambote que resume perfectamente su política de los últimos cuatro años: la ruptura y la exclusión.

Días de furia. Vuelan los insultos contra los obispos y saltan las amenazas, del chascarrillo a la impostada solemnidad. Ruge la marabunta cinematográfica en la noche de los Goya: "¡Disolución definitiva de la Conferencia Episcopal!" Desde todos los rincones se entona una especie de "¡No pasarán!" con sabor a trinchera muy antigua, casi olvidada. El PSOE concluye la legislatura con un estrambote que resume perfectamente su política de los últimos cuatro años: la ruptura y la exclusión.
Alberto San Juan, el inquisidor de los Goya

Paradojas de la vida, en los decretos de contenidos mínimos de la nefasta Educación para la Ciudadanía, los ideólogos del PSOE incluyeron como horizonte ideal esta frase: "Ejercer la ciudadanía activa en una sociedad plural". ¿Qué otra cosa han hecho los obispos?

Ellos representan a un cuerpo social significativo en España, que posee una sabiduría de la vida, una razón ética, que no puede ser exiliada del ámbito público. La voz moral de la Iglesia tiene todo el derecho (¡y la obligación!) de hacerse presente en el debate que conduce a la configuración de la opinión democrática. Por supuesto, debe hacerlo con razones, sin pretensión hegemónica ni nostalgia de otras situaciones históricas. Debe hacerlo sin pasiones partidistas, exponiéndose a la crítica y respetando los procedimientos democráticos. Pero es que todo eso es cristalino en la nota del pasado 31 de Enero, luego el problema no estaba ahí.

Hay en la nota cuatro puntos calientes que se refieren a temas vitales para el bien común de la sociedad española, cuatro puntos con evidente dimensión moral y que han estado en el centro de la acción política durante la legislatura. La cuestión del laicismo, como exclusión de la dimensión religiosa de la vida pública; la disolución de los perfiles jurídicos del matrimonio y de la familia en nuestra legislación; la imposición de la EpC como ataque a la libertad de los padres; y la cuestión del terrorismo, en la que nunca se puede reconocer a una banda el carácter de interlocutor político. Son cuatro asuntos que han dominado la legislatura y en los que la Iglesia, como realidad social, no puede dejar de pronunciarse.

Lejos quedan estas imágenes conciliadorasEs evidente que la postura eclesial entra en colisión con la doctrina del PSOE en estos campos (al menos, se suponía, en tres de ellos), pero eso no es ninguna tragedia en una democracia abierta. Es necesario hablar de estas cosas (sí, señor Rajoy, no sólo de la cesta de la compra) y es importante que en este debate no intervengan sólo los partidos. Ninguna de las posibles contradicciones entre la nota episcopal y la política socialista pueden explicar la orgía desatada desde Moncloa y Ferraz. Menos aún la cuestión del terrorismo, en la que los obispos expresan algo en lo que han estado siempre de acuerdo (al menos formalmente) todas las fuerzas democráticas: que la paz no puede tener un precio político, que ETA no puede ser reconocida como interlocutora política del Estado de Derecho. Al PSOE le bastaba con decir: "Es lo que hemos hecho nosotros". A fin de cuentas, ¿no es eso lo que han sostenido los socialistas en todos los debates sobre el particular?

El problema radica en la decisión, ya desembozada, de sacar a la Iglesia de la vida pública española, algo que late como un tumor en el programa oculto de una izquierda sectaria que finalmente se ha alzado con el dominio en el PSOE de Zapatero. La reacción de estos últimos días ha sido tan brutal que raya en lo patológico. Si no fuese por la dinamita que supone en los cimientos de nuestra convivencia civil, podría resultar divertido (esperpéntico, más bien) contemplar a los ministros jugando al pim-pam-pum, o al secretario general del partido embutiéndose el jersey de matón de barrio.

El propio Zapatero ha entrado de lleno en la refriega, advirtiendo a los obispos que "en democracia, el máximo poder no lo tienen los poderosos sino los ciudadanos". Se olvida de que en esta escena el poderoso es él (legítimamente, pues ha sido democráticamente elegido) mientras que los obispos representan precisamente a una parte de la ciudadanía: quizás la que a él más le molesta, pero a la que debe el mismo respeto que a cualquier otro sujeto social. Gracias a Dios, el único poder que hoy tiene la Iglesia es el del testimonio y el de la palabra, el de su autoridad moral ganada palmo a palmo, frente a una ofensiva en la que tantos "poderes" se conciertan contra ella.

De todo esto hay que tomar nota, y si el cuerpo aguanta, con algo de humor. Dice Pepe Blanco que nada volverá a ser igual con la Iglesia tras el 9-M. Ya lo veremos. Desde luego, para la Iglesia hay algo que no va a cambiar sustancialmente: la prioridad absoluta del testimonio y del diálogo como forma de la misión. La marabunta que ruge no debería asustar ni distraer a los católicos españoles, sino hacernos comprender la urgencia de testimoniar a los cuatro vientos las razones de nuestra esperanza.

Detrás de las máscaras ideológicas, de los esquemas preconcebidos y de los mensajes envenenados, está la gente; gente con sus esperanzas y temores, con sus oscuridades y dolores, con su deseo de sentido y de felicidad. Debemos salir al encuentro de esa gente, sea cual sea su color político o su condición moral, para mostrarle la racionalidad, la belleza y la verdad del cristianismo. Y eso no hay Zapatero que lo pueda impedir.

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