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CARTA DEL PAPA A LOS CATÓLICOS CHINOS

Más preciosa que el oro

Amasada con la verdad y el amor, así ha salido de la pluma de Benedicto XVI la primera carta que un Papa escribe a los católicos del Celeste Imperio, cuyo testimonio de fe, perseverancia y coraje, merece ser escrito con letras de oro en el gran libro de la historia de la Iglesia.

Amasada con la verdad y el amor, así ha salido de la pluma de Benedicto XVI la primera carta que un Papa escribe a los católicos del Celeste Imperio, cuyo testimonio de fe, perseverancia y coraje, merece ser escrito con letras de oro en el gran libro de la historia de la  Iglesia.
Interior de un hogar católico chino (Tomado de thomasgalvin.blogspot.com)

Lo ha dicho el cardenal de Hong Kong, Joseph Zen: sólo un teólogo lleno de sabiduría y un padre que se conmueve por la suerte de sus hijos podía escribir una pieza así, auténtica piedra miliar para el camino de la Iglesia en el siglo XXI.

La carta es en primer lugar un homenaje a los católicos chinos, y una confirmación en su fe largamente probada, incluso a costa de graves sufrimientos. A todos ellos, el Papa ha querido decirles: sé que estáis ahí, que habéis resistido persecuciones y hostigamientos de todo tipo, pero sé también que habéis mantenido la fe, que la transmitís a vuestros hijos y a vuestros compañeros, en el campo y en las fábricas, que la celebráis a veces en las catacumbas y otras a plena luz del día, y sé que, más allá de trucos y circunloquios, mantenéis viva la comunión con el sucesor de Pedro.

La misericordia paternal es una de las notas características de este mensaje. Por eso el Papa no juzga, y menos condena, las disposiciones que algunos se han visto forzados a tomar para sobrevivir: exalta el testimonio de los mártires, pero no condena la debilidad de quienes han buscado equilibrios a veces insostenibles, aunque a les llama a recuperar el temple de la fe. Y lo hace así con la esperanza de recuperar a todos y reunirnos en la plena unidad católica. Misericordia entrañable, sí, pero no ocultación de las graves heridas que padece el cuerpo de la Iglesia tras la gran muralla, ni tentación alguna de componendas que puedan comprometer los bienes esenciales de la unidad, de la integridad de la fe y de la comunión con los legítimos pastores presididos por el Papa.

Benedicto XVI revela que la inmensa mayoría de los obispos chinos están ya en comunión con la Sede Apostólica. Unos porque fueron ordenados con el consentimiento del Papa (arrostrando en muchos casos la cárcel y el destierro), otros porque tras su ilegítima ordenación (promovida por la tristemente famosa Asociación Patriótica), solicitaron después ser reconocidos por Roma y obtuvieron dicho reconocimiento. Queda un pequeño grupo al que el Papa insta, amorosa pero severamente, a retornar al único hogar de la Iglesia. Benedicto XVI ve que ha llegado la hora de la reconciliación y de la paz, en torno a la verdad pacíficamente profesada por la única Iglesia de Jesucristo.

Mujeres chinas católicas asistiendo a misaA los obispos que viven ya la plena comunión, el Papa les pide manifestar su condición a campo abierto, solicitando también el reconocimiento de las autoridades civiles. Esta es otra de las finalidades del mensaje: persuadir al Gobierno de Pekín de que los católicos chinos aman su nación y respetan a sus autoridades (como han hecho los cristianos en todo tipo de regímenes e imperios a lo largo de la historia), y demandar para ellos el espacio de libertad que les corresponde para vivir su fe, y así contribuir a la grandeza y el bienestar de China. Benedicto XVI ha extraído de su encíclica Deus caritas est, el magisterio oportuno para convencer al Gobierno de que la Iglesia no tiene por misión "cambiar la estructura o la administración del Estado".

Con el respeto que reconoce la legítima autonomía del poder civil, pero también con la firmeza de aquello que es irrenunciable, el Papa reclama al Estado que garantice una auténtica libertad religiosa, y exige que se evite toda ingerencia indebida en materia de disciplina eclesiástica. En cuanto al espinoso asunto de los nombramientos episcopales, el Papa reconoce que puede alcanzarse un acuerdo que asegure la libertad de la Santa Sede al tiempo que exprese sus efectos civiles.

Hasta ahora, la respuesta de Pekín ha sido más bien parca y ambigua, lo cual no es necesariamente una mala noticia. Los funcionarios chinos no están familiarizados con el discurso del Papa, y es lógico que se tomen su tiempo. Sin embargo es de temer que en los fogones gubernamentales intervenga la malhadada Asociación Patriótica con el fin de sembrar de piedras un camino de por sí largo y difícil. Ahora bien, hay un aspecto revelador en la Carta: en su parte final, el Papa habla a las comunidades católicas de China con plena normalidad, entrando en detalles de la vida cotidiana, como si hubiese sonado la hora que los católicos chinos vivan ya su fe al aire libre, sin esperar a que se resuelvan los jeroglíficos del poder. Su despedida, con una cita de la primera Carta de San Pedro, es el mejor resumen: "Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas, para que el valor de vuestra fe, de más precio que el oro... retorne para vuestra alabanza, gloria y honor, en la manifestación de Cristo Jesús."

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