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REFLEXIÓN SOBRE EL SENTIDO Y EL MÉTODO DE LA MISIÓN

Misión: ayer, hoy y siempre

Si hay algo que nunca falta hoy en ningún documento pastoral es el reclamo a la misión. Se ha convertido ya en un valor adquirido, el hecho de que nuestras antiguas cristiandades se han convertido en territorio de misión. Al menos sobre el papel, esa conciencia tiene ya rango de ciudadanía en la Iglesia. Otra cosa es la mentalidad real de algunos responsables eclesiales, que siguen operando con el criterio de que el sustrato católico es robusto y que basta organizar, encuadrar y movilizar para que el panorama cambie.

Si hay algo que nunca falta hoy en ningún documento pastoral es el reclamo a la misión. Se ha convertido ya en un valor adquirido, el hecho de que nuestras antiguas cristiandades se han convertido en territorio de misión. Al menos sobre el papel, esa conciencia tiene ya rango de ciudadanía en la Iglesia. Otra cosa es la mentalidad real de algunos responsables eclesiales, que siguen operando con el criterio de que el sustrato católico es robusto y que basta organizar, encuadrar y movilizar para que el panorama cambie.

En todo caso, se habla continuamente de misión. Lo han hecho recientemente los obispos del CELAM que han perfilado una gran misión continental, pero también en las grandes metrópolis europeas como Lisboa, Madrid, París, Viena, y en la propia Roma, se han desarrollado en los últimos años misiones ciudadanas impulsadas por sus respectivos obispos. No es fácil establecer un balance unívoco de estos esfuerzos, pero en todo caso responden a la conciencia de que la Iglesia existe para la misión, y de que el campo inmenso de las sociedades de antigua tradición cristiana espera con urgencia una nueva siembra. Aquí todos los esfuerzos merecen ser valorados, y no hay que despreciar el efecto-shock que puede producir una movilización como las anteriormente mencionadas, así como su reflejo en el escaparate público.

En todo caso, se difunde con fuerza la especie de que "tenemos que hacer algo". Bien está, porque la acción es una dimensión esencial de todo lo vivo. La cuestión es de dónde nace la acción, cuál es su naturaleza y a qué se orienta. Preguntas incómodas para quienes sólo ven necesario engrasar la maquinaria y coordinar (¡encantadora palabra!) las fuerzas. Sin embargo es curioso que los mayores éxitos misioneros (permítasenos hablar así, en términos algo mundanos) se han dado con muy escasa planificación. El Papa Benedicto XVI señala, por ejemplo, la gran misión europea de la Iglesia antigua, cuyo secreto fue "una fe amiga de la inteligencia" y una caridad en obra. Es decir, había cristianos definidos por una fe que abraza todo lo humano, y por su pertenencia existencial a la comunidad de la Iglesia; de ahí nacía su pasión misionera, que no necesitaba impulsos suplementarios. Se comunicaba la fe del mismo modo que se respiraba, como la forma misma del vivir, a campo abierto.

Benedicto XVILa cuestión principal para aquellas comunidades era vivir la fe cada día, y eso es siempre una aventura y un desafío, una apertura de la razón y una adhesión de la libertad, que necesitan ser continuamente despertadas. La misión sólo necesita eso, un hombre que viva la fe y que pertenezca a la Iglesia. ¿Podemos darlo por supuesto? Desde luego que no.

Pero además, la misión no consiste en que suenen más fuerte en el mercado las virtudes de nuestro producto, ni en agitar simplemente las aguas (que además suelen ser las de nuestra propia piscina, y no las del mar embravecido y abierto), ni tiene por objeto principal conquistar espacios de influencia. La misión es la comunicación de una vida, y por lo tanto requiere necesariamente un encuentro humano, un itinerario de la razón y un compromiso de la libertad soberana de aquel a quien nos dirigimos. Sobre todo, la misión consiste en poner en relación el drama humano de cualquiera con la propuesta de la vida en Cristo, que no es un conjunto de ideas sino un hecho que existe, que se puede ver y tocar, como les pasaba a aquellas gentes del Imperio que podían decir de los cristianos lo que reza la Carta a Diogneto.

Y por eso la misión era, es y siempre será, un encuentro de libertades, una invitación a pertenecer a un pueblo y a recorrer su camino vital. Y todo eso no puede organizarse, y menos aún ponerse entre paréntesis. Testimonio, presencia pública y camino educativo, son tres hilos entrelazados que forman el nudo gordiano de la misión. Si no hay testigos (y el testigo sólo se genera en una experiencia de fe eclesial) no hay misión, sólo agitación o todo lo más debate público; si no hay un tejido de obras que permitan una presencia pública y visible de la novedad cristiana, habrá escasas posibilidades de encuentro; si no hay camino educativo, recorrido en una compañía familiar, la fe no dará forma a la vida, y la misión se disolverá en un mero impacto sentimental o moral.

Cada cual debe hacer esto según la propia genialidad que le haya dado el Señor, con la única seguridad de estar vitalmente unido al Cuerpo total de la Iglesia, conducido por los sucesores de los apóstoles con Pedro a la cabeza. Esa es la única obediencia fecunda y necesaria. Por lo demás, no será una maquinaria bien engrasada ni un plan bien trazado, ni tampoco una élite selecta, los que protagonicen la gran misión de este siglo XXI. Serán personas como Benito, Francisco o Ignacio (y sus compañeros), por poner algún ejemplo; sujetos así no se crían en invernadero, nacen de la tierra de la Iglesia donde y como quiere el amo de la viña. Alguno dirá que todo eso está muy bien, pero dejémoslo ya, porque "hay que hacer algo". ¿Será que hablamos chino?

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