Por otro, el nihilismo moral, cuya invasión de Europa se encuentra en una fase muy avanzada, nos va a privar de la unidad de voluntad necesaria para sustentar unos derechos que sólo lo pueden ser desde el supuesto de una esencia humana común a todo tiempo y espacio y, por tanto, también de un deber ser así mismo universal. Síntomas de todo ello nos los podemos encontrar en la plasmación del derecho más fundamental de todos: el de la vida.
Dentro de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, el art. II-62.1 dice: "Toda persona tiene derecho a la vida". Al leerlo, se podría pensar que este derecho está incluso más protegido que en la Constitución Española, pues se dice expresamente persona. ¿Pero es esto así? No nos engañemos, esto no es garantía para los que aún no han nacido. Persona, en el sentido en que usaba este término Cicerón, se refiere a la personalidad jurídica, que desde el derecho romano se reconoce a los ya nacidos veinticuatro horas después de su total desprendimiento del seno materno. No seamos ingenuos, solamente en España hay unos ochenta mil abortos al año, a los que hay que sumar los del resto del continente -la cifra es de espanto-, y, en una situación así, "persona" no se va a interpretar en el sentido antropológico filosófico amplio, que reconoce que el embrión es persona, pues es un ser humano. Esta ambigua redacción, que no protege y lo disimula todo, es, además, una de las más claras manifestaciones de una de las características de esta Carta de Derechos: la hipocresía.
En el preámbulo de la parte segunda del tratado se dice: "Es necesario, dándoles mayor proyección mediante una Carta, reforzar la protección de los derechos fundamentales a tenor de la evolución de la sociedad". Desde luego, "la evolución de la sociedad" ha ido hacia la masiva práctica del aborto y hacia su aceptación social. Si este tratado fuera fiel a sus principios -"reforzar la protección de los derechos fundamentales"-, tendría una redacción explícita y contundente que no convirtiera el texto en una tapadera que nos hiciera sentir buenos mientras perpetramos sin sonrojo el mayor y más silencioso genocidio de la historia. Pero una vez instalados en el iuspositivismo, no es la justicia la que ocupa el primer plano, sino las corrientes sociales, las modas, que es, en el fondo, a esto a lo que se refiere el tratado al hablar de "la evolución de la sociedad". Hay, a lo largo del texto, casos de una meticulosa regulación rayana con el reglamento y, sin embargo, algo tan grave ni siquiera es tratado, es más, incluso es ocultado con el farisaico manto de presentar a los europeos como los adalides de los derechos humanos.
Pero no es el único caso. ¿Qué se dice de la eutanasia? Nada. ¿Y de la clonación? El art. II-63.2 dice: "En el marco de la medicina y la biología se respetará en particular: (…) la prohibición de la clonación reproductora de seres humanos". Pero de la clonación terapéutica y de la experimentación con embriones no se dice nada. En cierto modo, este silencio lo que hace es aprobar implícitamente otro de los principios difundidos con "la evolución de la sociedad": el fin justifica los medios, incluso el tratar al hombre meramente como un medio.