
Maneja los ingredientes con precisión manipuladora y aplica la receta a la perfección. Claro, viene de la televisión, donde se formó a la sombra del famoso productor Alan Tang. Pero Kar-Wai demuestra más habilidad que el danés Lars von Trier, que hizo lo mismo con la invención de Dogma 95. Porque Wong Kar-Wai, a diferencia del danés, no reivindica nada, no se opone a nadie. Sencillamente cautiva y embauca haciendo lo que le da la gana, sin discursos ni tomas de postura ideológicas o estéticas. Pero aún hay otro mérito: a pesar de que se nota ese diseño interesado, hay tanto talento dentro de su cine y tanta humanidad, que es imposible desecharlo como si de un director de productos inauténticos se tratara.
Como muchos directores europeos y asiáticos, Wong Kar-Wai ha optado por acercarse a Hollywood y buscar nuevos públicos y seguidores en los foros occidentales. Para ello, este chino de Shangai formado en Hong Kong, abandona los rostros orientales de sus anteriores films y contrata nada más y nada menos que a Jude Law, David Strathairn, Rachel Weisz y Natalie Portman. Y como protagonista a la norteamericana Norah Jones, la famosa cantante y pianista de jazz de origen indio. Y consigue sacar de ellos lo mejor.
El argumento es muy sencillo, de tono muy postmoderno y evocador de muchas cintas contemporáneas: Jeremy es el solitario encargado de un restaurante de barrio en Nueva York. Un día una cliente, Lizzie, golpeada por un desengaño amoroso, se sincera con él y le abre su corazón. Ella comienza a frecuentar a Jeremy en su restaurante hasta que un buen día desaparece. Decide huir de su pasado recorriendo los Estados Unidos. En su periplo se encontrará con tres personas que le cambiarán la vida: Arnie, un policía abandonado por su mujer; Sue Lynne, la esposa del anterior, y Leslie, una joven jugadora adicta al póker. Todos tienen heridas en su corazón, heridas que ayudarán a Lizzie a madurar su propio dolor, a descubrir su verdadera necesidad y el valor de las cosas que merecen la pena.