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SUSTITUYENDO LA FE

Nacionalismos y vida eterna

Hace unas semanas recordábamos una pregunta que se hacía Julián Marías en sus reflexiones sobre la vida perdurable: “¿No sucederá […] que en épocas en que la capacidad amorosa decae, en que el nivel amoroso es bajo, se produce automáticamente un descenso del deseo de inmortalidad, de la pretensión de perdurar?” Modestísimamente pienso que es al revés, que la pérdida de una fe viva en la vida eterna lleva a que el amor vaya perdiendo fuerza, pues todo, incluido el ser amado, queda marcado por la caducidad.

Hace unas semanas recordábamos una pregunta que se hacía Julián Marías en sus reflexiones sobre la vida perdurable: “¿No sucederá […] que en épocas en que la capacidad amorosa decae, en que el nivel amoroso es bajo, se produce automáticamente un descenso del deseo de inmortalidad, de la pretensión de perdurar?” Modestísimamente pienso que es al revés, que la pérdida de una fe viva en la vida eterna lleva a que el amor vaya perdiendo fuerza, pues todo, incluido el ser amado, queda marcado por la caducidad.
El templo de Diana, quemado por Eróstrato

Una de las observaciones que con más frecuencia hacía Unamuno era sobre las patologías sociales que ocasiona el borrar del horizonte vital la inmortalidad. Tal vez en la que más hincapié hacía era en lo que el llamaba erostratismo, por aquel pastor llamado Eróstrato, que incendió aquel templo de Diana que se contaba entre una de las siete maravillas del mundo, para dejar nombre y fama imperecederos. Ciertamente no son pocos los que, no creyendo en su eterna perdurabilidad tras la muerte, se consuelan con que al menos quede de ellos su recuerdo.

La asamblea de Batasuna, el papel de los suevos en los sueños del BNG y la interminable redacción del Estatuto de Cataluña, que dura al menos desde el 78, no dejan de ser tal vez sino síntomas de otra de las patologías que tienen su etiología en la pérdida de la fe en la vida eterna. Seguramente alguno podrá decirme que los nacionalismos en España hunden sus raíces en lo más integrista del catolicismo español. Pero tal objeción no hace sino corroborar lo dicho. Ortega aunque no distingue debidamente entre fe y creencias, sin embargo sí lo hace entre creencias e ideas. Las primeras nos sostienen, mientras que a éstas las tenemos que sostener nosotros. Los integrismos suelen darse precisamente en el momento en que las creencias se vuelven ideas y entonces, ante el vértigo de no tener suelo firme donde hacer pie, las creencias vueltas ya ideas, aunque dándoseles todavía un revestimiento credencial, tienen que ser sostenidas a toda costa. Más allá de injusticias sociales, pienso que ésta es también la razón más profunda que hay en el fenómeno del terrorismo islamista: la duda sobre sí mismos.

La vida eterna, por no dejar de ser vida humana, tiene en el cristianismo, aunque no solamente, una dimensión social y “equíaca”–mejor que “ecológica”–. Esto se ve claramente en todos los textos escatológicos bíblicos, muy especialmente en el Apocalipsis. El hombre que había gozado de comunión perfecta, además de con Dios, con los demás y con el resto de la creación, la perdió por el pecado, pero en la Parusía, a la par de con su salvación y divinización personales, se encontrará con una sociedad glorificada –la nueva Jerusalén– y con un cielo y una tierra nuevos. Todo esto lo hallamos en forma secularizada en los nacionalismos al igual que estuvo presente en los grandes movimientos milenaristas del siglo XX: comunismos y fascismos.

El nacionalismo ha traducido estas categorías de modo secular. El paraíso perdido es una imaginada nación idílica, para cuyo dibujo no importa la invención de mitos o la tergiversación de la historia. El pecado original es haber comido del árbol prohibido que es, en nuestro caso, la nación española. El paraíso no es recobrado por acción graciosa de Dios, sino que, como la torre de Babel, será fruto de un proceso de construcción nacional –curiosamente estas naciones no nacen, sino que se hacen, con lo cual sería mejor llamarlas “haciones” en los textos estatutarios–. Y, a falta de divinización en esta secular escatología, la plenitud es ser un buen catalán, un buen vasco, un buen gallego, un buen... Como esto es precisamente lo máximo todo lo demás queda subordinado a ello; nótese la insistencia en decir la Iglesia de Cataluña, cuando tratándose de la Iglesia Católica es por lo menos una contradicción, lo suyo sería decir la Iglesia en Cataluña. Todo ello en el marco de una idílica tierra; no es de extrañar el taxidérmico gusto por el bucólico e idílico mundo rural. Pero como no se trata de una obra divina, sino humana, necesita de proteccionismo a grandes dosis y el ángel de flamígera espada se llama blindaje del Estatuto.
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