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EL MISMO MISTERIO

Navidad desde el corazón de África

Pocos días antes de llegar esta Navidad, cuyo nombre algunos quieren borrar del diccionario, recibí a través del correo electrónico un mensaje desde el corazón de África. Lo enviaba el obispo Juan José Aguirre, un misionero comboniano de cuarenta y nueve años, que pastorea la diócesis de Bangassou, un inmenso territorio selvático en el extremo sur-oriental de la República Centroafricana, que linda con el Congo y Sudán.

Pocos días antes de llegar esta Navidad, cuyo nombre algunos quieren borrar del diccionario, recibí a través del correo electrónico un mensaje desde el corazón de África. Lo enviaba el obispo Juan José Aguirre, un misionero comboniano de cuarenta y nueve años, que pastorea la diócesis de Bangassou, un inmenso territorio selvático en el extremo sur-oriental de la República Centroafricana, que linda con el Congo y Sudán.
Bangassou, la zona donde el obispo Juan José Aguirre ejerce su labor
Desde hace años sigo la aventura (¿puede llamarse de otra forma su vida?) de este hombre todavía joven, testigo intrépido del Evangelio y padre un pueblo al que ama apasionadamente. La última vez que nos vimos cara a cara fue en Córdoba, su ciudad natal, y me “reprochó” el sesgo pesimista de muchas informaciones sobre la situación de la Iglesia, que a su juicio obedece a un punto de vista demasiado europeo. “En África la Iglesia crece, construye y está muy viva”, me dijo evocando sus interminables periplos para visitar a las comunidades esparcidas en un territorio equivalente al de Extremadura y Andalucía juntas. Su carta para esta Navidad de 2004, comienza con una narración que seguramente puede repetir muchos días a lo largo de un año.
 
Os escribo desde la selva, en una noche estrellada, a 120 kilómetros de Bangassou; llegamos ayer por unas pistas muy difíciles para el coche y para el chófer. Después de un día de trabajo apostólico en esta capilla que se llama Ngaligiwé, después de visitar la comunidad, rezar con ellos, saludar en la escuela rural, pensar en el futuro y rezar el rosario, nos han preparado un pollo y hemos cenado a la luz de la luna. El Señor también gastaba sandalias y comía lo que le preparaban predicando la Buena Nueva”.   
 
Después, el obispo Aguirre se detiene en los recuerdos del Nacimiento que ponía su madre cuando era niño, en su lejana y querida tierra cordobesa. Y mientras recuerda las numerosas figuras de ese Belén de su infancia, traslada la escena del Nacimiento de Jesús al África donde él vive cada día.
 
“Veo a mi gente contemplando el mismo Misterio con la noche un poco más calurosa, vueltos hacia la Sagrada Familia de Nazaret entre el buey y la mula. Pero mis pastores son diferentes, aunque Jesús sea el mismo. Porque al lado de San José se ha sentado la vieja Filomena, cansada de bregar con sus cinco nietos, porque desde que murió su hija y dejó los críos huérfanos se ha aviejado un montón. Y mira al Niño del pesebre y piensa: otro más a quien mirar, pero éste no pesa. A su lado está Solange, enferma de SIDA hasta los huesos, que mira a la familia unida del pesebre y piensa qué pasaría si José la tomara a ella como segunda esposa, aunque esté en fase terminal, sólo para sentir la misma mirada dulce que está poniendo sobre María. Detrás de la mula se esconde Jean Bosco, minusválido a consecuencia de graves quemaduras que le deformaron el rostro y que está recién operado por un doctor en Bangassou. Mirando a Jesús se pregunta si el injerto de piel que le han hecho le dará la misma tersura de la piel de ese niño en el pesebre. A su lado está Aude, la directora del orfanato que tiene veinte bocas que alimentar, y más allá está Tania con su bicicleta nueva recién llegadita de Córdoba, y de rodillas está Jean Noël, el párroco de la Catedral, negro como un azabache y trabajador como él solo, con un ojo puesto en el Cristo de su fe y el otro en aquella muchedumbre del pesebre, chatarra a los ojos del mundo, esparcida a los pies del Niño Dios. Y en el fondo, pastor entre los pastores, también estoy yo, sin báculo y sin anillo, tierra entre la tierra, bombilla con poca luz para mantener el misterio, acercándome hacia el Niño para pedirle al oído por todos los que están y los que faltan, y susurrándole: gracias por haber venido”.
 
Al leer esta carta, agradecido y casi mudo, he pensado en el misterio de la Iglesia, capaz de vencer la distancia enorme que nos separa del paisaje de Bangassou, en kilómetros y en situaciones humanas. Y comprendo que la gente que encuentro cada día en este Madrid ajetreado y confuso, late con el mismo corazón que la vieja Filomena, que Tania o Jean Noël. Porque todos esperamos la gran presencia del Misterio hecho carne, para que salve nuestras vidas del sinsentido, de la desesperanza y de la muerte. Yo, mientras termino este artículo, pienso en el obispo Aguirre y en su gente como carne de mi carne y sangre de mi sangre, y siento que puedo decir con absoluta verdad: feliz Navidad, porque Él ha venido.
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