Todas las culturas evidentemente están sujetas a cambio y evolución, incluso a involución o revolución, pero los cambios están siempre inscritos en una determinada dinámica que les da su significación propia. Hay culturas que en fecundo crecimiento van tomando de aquí y de allá enriqueciéndose a la par que ennoblecen cuanto van tocando; otras, por su parte, dudando y desconfiando de su misión en la historia, como quien se desprende de algo inútil, acaso pernicioso, van dejando e incluso renegando de lo que las hizo ser lo que fueron y, claro, ese vacío suele ser llenado por quincalla huera que, si bien atenúa el horror vacui, no plenifica.
Estos días de atrás cualquier paseante, por nuestras calles, ha podido encontrar escaparates con calabazas y disfraces, rara habrá sido la madre que no haya tenido que llevar a sus hijos debidamente pertrechados a una fiesta de Halloween en el colegio o lector que en el periódico no haya visto algún reportaje sobre ello. En poco tiempo, ha cobrado vigencia un carnaval infantil de otoño en el que, en igualdad y equivalencia significativa, concurren brujas, demonios, muertos, monstruos, fantasmas… De todo hacemos juego y, aunque no soy amigo de aterrar a nadie, tampoco lo soy de anestesiarlo trivializando la muerte y el más allá, que es una forma de no mirarlos cara a cara y, por tanto, de intentar negarlos.
No hace muchos años, en la Noche de Ánimas, esta expresión es ya un arcaísmo, los españoles solían contemplar el drama de un hombre, el Tenorio de Zorrilla. Un drama, no una tragedia, porque en ésta el hombre está sometido a un sino, a una fatalidad ante la cual nada vale su libertad, mientras que, en el drama, el hombre no solamente es actor, sino también autor, o más bien coautor, de su historia. Por dolorosa que ésta sea, siempre está la posibilidad de decidirse a sí mismo decidiendo (que aún queda el último grano/ en el reloj de mi vida). Al ver a D. Juan Tenorio, el español gustaba ver la libertad de un hombre ante su destino.
José Zorrilla nos presenta a un D. Juan inmoral, no simplemente mujeriego, que opta por configurar su vida en la consciente elección del mal (Un mozo sangriento y cruel/, que con tierra y cielo en guerra,/ dicen que nada en la tierra/ fue respetado por él). Pero el Tenorio además es alguien que no cree en la eternidad (¡Jamás mi orgullo concibió que hubiere/ nada más que el valor…! Que se aniquila/ el alma con el cuerpo cuando muere), es decir, no cree que su libertad tenga una proyección eterna. Ciertamente, si lo que decido muere conmigo, tiene un valor relativo y, si es así, haga lo que haga, sea malo o bueno, será como nada. Entonces, ¿qué peso tienen mis elecciones? ¿Para qué escoger el bien? Pero D. Juan encuentra quien le ame y, en Dª. Inés, descubre a Dios y lo eterno.