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JUAN PABLO II

¡Qué belleza!

Entre las muchas fotos de ese álbum familiar de Karol Wojtyla que cada periodista compone en estos días, me detengo en una singularmente hermosa: el joven obispo Wojtyla de pie sobre un mar de nieve, calzado con botas de montaña, forrado con un anorak y caladas las gafas de sol, contempla junto a dos compañeros las cumbres de los montes Tatra.

Entre las muchas fotos de ese álbum familiar de Karol Wojtyla que cada periodista compone en estos días, me detengo en una singularmente hermosa: el joven obispo Wojtyla de pie sobre un mar de nieve, calzado con botas de montaña, forrado con un anorak y caladas las gafas de sol, contempla junto a dos compañeros las cumbres de los montes Tatra.
Juan Pablo II caminando en la nieve
La vida es bella, como diría Roberto Begnini. Y es bella a despecho de cualquier dolor, oscuridad o contradicción. Es bella porque ha nacido de un amor insondable, ese “amor loco” que para salvar al esclavo entregó al Hijo, como se canta en el Pregón pascual. La vida es bella pero dura, hecha a partes iguales de alegría y de dolor, que diría el gran Claudel. No desvarío. Todo esto lo he pensando contemplando en una especie de barrido de cámara, la biografía de un hombre que se llamó Karol Wojtyla, que un día abandonó la preciosa ciudad de Cracovia y sus queridos montes Tatra, para dejar que le calzaran las sandalias del pescador.
 
Cuando aparecía en escena, saltaba a la vista que su vida era espléndida, hermosa; en el buen sentido de la palabra, satisfecha. Desde luego sufría muchas veces y sabía hacer suyo el sufrimiento de los hombres, pero en su rostro había siempre algo de victorioso, de indomable: y eso se llama precisamente cristianismo. Lo contrario de lo que tantos malos maestros han enseñado a varias generaciones de europeos: que el cristianismo significaba atraso cultural, impotencia, derrota humana; todo lo más, un consuelo para aliviar la dureza de la vida o un escudo para resistir, algo que convenía vivir “en la intimidad”. Y lo malo es que nosotros, católicos atribulados de la segunda mitad del siglo XX, habíamos empezado a creérnoslo. Pero en la ventana apareció Juan Pablo II, el Papa venido del Este, e inmediatamente comprendimos que no era verdad. Es curioso que ahora me venga a la cabeza el martirio que sufrió Pablo VI en sus últimos años. Aquel Papa de gran finura intelectual, de aguda sensibilidad y fidelidad inquebrantable, era muy consciente del drama del catolicismo europeo, pero la suya fue una voz que clamaba en el desierto. Otro había de recoger su legado con unas fuerzas que a él ya le faltaban.
 
La belleza humana de la fe, su potencia creadora, nunca han desaparecido de la faz de la tierra, pero en Occidente parecía que se hubiesen ocultado pudorosamente tras las bambalinas de la historia. Y de pronto irrumpía en escena como un torrente que llegaba “de un país lejano”. No hablo de su vigor físico, ni de su inteligencia o su capacidad de comunicación... o mejor dicho, hablo de todo eso y de mucho más que eso. Hablo de la fe, porque sin ella las cualidades de Karol Wojtyla habrían configurado seguramente a un hombre notable, pero no al testigo que ha conmovido al mundo, que ha despertado nuestro corazón, que nos ha enviado a remar mar adentro.
 
Su último mensaje ha querido recordar a los hombres de esta época, tantas veces confundidos y atenazados por el miedo, que Jesús resucitado nos busca, que sólo Él tiene el poder de curar nuestras heridas y reconciliarnos. Verdaderamente, el hombre es el camino de la Iglesia: un camino que podemos recorrer sin miedo, tras la senda abierta por el fiel montañero de Polonia.
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