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PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE JUAN PABLO II

Se lo debemos a él

Sería por demás presuntuoso intentar aquí una descripción global que hiciera justicia al gran pontificado de Juan Pablo II. Podemos intentar, eso sí, identificar algunas claves que nos hagan más comprensible su precioso legado, que hoy la Iglesia se siente llamada a hacer fructificar bajo la guía de Benedicto XVI. Si atendemos la indicación del actual pontífice, la síntesis de ese legado consiste en su llamamiento inicial de "abrir las puertas a Cristo"; toda la expresividad y la insistencia del pontificado estarían concentradas en este reclamo lanzado al mundo moderno, para permitir que la vida del hombre sea reconstruida desde Cristo.

Sería por demás presuntuoso intentar aquí una descripción global que hiciera justicia al gran pontificado de Juan Pablo II. Podemos intentar, eso sí, identificar algunas claves que nos hagan más comprensible su precioso legado, que hoy la Iglesia se siente llamada a hacer fructificar bajo la guía de Benedicto XVI. Si atendemos la indicación del actual pontífice, la síntesis de ese legado consiste en su llamamiento inicial de "abrir las puertas a Cristo"; toda la expresividad y la insistencia del pontificado estarían concentradas en este reclamo lanzado al mundo moderno, para permitir que la vida del hombre sea reconstruida desde Cristo.
Juan Pablo II

El Papa Wojtyla quería en primer lugar, "rehacer" la fe de los cristianos desde su origen, que es el acontecimiento de la Encarnación del Verbo. En efecto, el cristianismo sufría (y aún sufre) el riesgo de una reducción a pura ética, a filosofía social, a mera cultura humanística o a programa de transformación política, según las inclinaciones de cada cual. Factores externos (las ideologías, desde el marxismo al secularismo radical) e internos (la marejada provocada por la digestión conciliar), convergían para crear una difícil situación eclesial que no afectaba sólo aspectos parciales, sino a la raíz misma de la fe. En este contexto, el Papa que llega del Este toma en sus manos el hilo conductor del Vaticano II, para afirmar contra viento y marea que el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del Verbo encarnado. Juan Pablo II asume infatigablemente la tarea de una verdadera reconstrucción eclesial, que no tiene nada que ver con el cacareado involucionismo restaurador. Se trataba de hacer fructificar la semilla del Concilio, que alumbraba una nueva conciencia de la Iglesia como misterio de comunión y pueblo de Dios: esto implicaba una unidad profunda y una renovada visibilidad histórica. Sus incansables viajes desde el centro romano a la periferia re-tejieron la tupida red de la Iglesia en un momento en que presentaba numerosos agujeros. El Papa no se centró en "poner orden", sino en alentar la vitalidad del organismo vivo de la Iglesia: de ahí su interés por los movimientos y nuevas comunidades eclesiales, que frente a la estrechez mental los y recelos de tantos, él reconocía como fruto maduro de ese impulso conciliar.

Su propia capacidad para congregar al pueblo cristiano sirvió para introducir en la época de las telecomunicaciones la estampa de la Iglesia como realidad social visible en la plaza pública. Esta visibilidad histórica tuvo además una relevancia política evidente en el escenario de la Europa centro-oriental, donde la fe católica se manifestó como factor de liberación frente al desierto humano de la ideología totalitaria. Pero éste sólo fue un punto de arranque. El Papa, y con él toda la Iglesia, había encontrado una palabra adecuada para dirigirse a las sociedades de finales del siglo XX: las encíclicas sociales, las intervenciones ante la ONU, la UNESCO o el Parlamento Europeo, el protagonismo eclesial en los nuevos escenarios mundiales, desde Latinoamérica a Filipinas, desde los Balcanes a la crisis del Golfo, muestran una renovada capacidad para incidir en la historia. También en esto, comenzaba a hacerse realidad lo que prometía el Concilio: un nuevo diálogo de la Iglesia con el mundo moderno, sus formas e instituciones.

Juan Pablo II en su última visita a EspañaA caballo del cambio de época, Juan Pablo II fue consciente de que todo un mundo estaba cayendo, y supo entrever las luces y sombras del que emergía. Sin duda todo esto, tras la primera emoción por la libertad recobrada en el Este, le hizo sufrir. En Occidente se asentaba una nueva forma de paganismo, marcado por el escepticismo y la falta de esperanza. Frente a esto, Juan Pablo II levantó como un verdadero profeta el estandarte de la cultura de la vida. Su encíclica Evangelium Vitae quedará como un monumento al valor sagrado e inviolable de toda vida humana, un manifiesto que entra en debate con las culturas de nuestra época para defender la racionalidad profunda del mensaje cristiano sobre el valor de la vida. Muchos hombres y mujeres, incluso alejados de la fe cristiana, agradecieron este aldabonazo en la conciencia en un momento en que se despliegan la perplejidad y la confusión en torno a lo esencial. Del mismo modo que agradecieron su constante reclamo a una paz basada sobre la justicia, sobre el reconocimiento de los derechos del hombre, y su diálogo con las grandes religiones de la tierra para privar a la violencia y al terrorismo de cualquier cobertura moral.

Precisamente porque atisbó que una nueva época (de contornos aún difusos) estaba emergiendo de las cenizas del antiguo orden nacido de la posguerra europea, Juan Pablo II comprendió que la Iglesia no podía contentarse con los réditos de la historia, ni embelesarse con un cierto aroma de victoria en el Este, ni con la pujanza (al menos aparente) del catolicismo en Latinoamérica o en algunos lugares de África. Por eso quiso inyectar en las venas de toda la cristiandad la necesidad de una nueva misión (¡la nueva evangelización!), para ofrecer a los hombres del siglo XXI la respuesta de Cristo a sus aspiraciones y oscuridades. Porque como afirmaba en uno de sus últimos escritos, a una humanidad que tantas veces parece extraviada y dominada por el egoísmo y el miedo, Cristo resucitado le ofrece su amor que perdona, reconcilia y abre el ánimo a la esperanza. Los jóvenes, con su particular olfato para reconocer la autenticidad, le siguieron desde el primer momento sorprendiendo al mundo con una inesperada primavera de la Iglesia, que no debe inducir a falsos triunfalismos.

Benedicto XVI ha recogido el testigo de este gigante de la fe que asumió el timón de la nave de Pedro en un momento de fuerte tempestad, y que nos ha dejado una Iglesia más libre, más joven y más fuerte, en la que ya son palpables los frutos seguros del gran acontecimiento del Concilio Vaticano II. A su coraje, sabiduría y amor, se lo debemos en buena parte.
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