Cuando el Papa Wojtyla reclamaba desde Compostela una Europa unida del Atlántico a los Urales, más de uno resolvía el expediente tildándolo de visionario, o le concedía una sonrisa compasiva, como si se tratase de una de esas frases impolutas a las que son tan aficionados algunos clérigos.
En 1997, caído ya el Muro de Berlín, el Papa entregó a los Jefes de Estado de Polonia, Chequia, Eslovaquia, Lituania, Alemania, Hungría y Ucrania, reunidos en Gniezno, un mensaje en el que pedía a los europeos “que no dejen ninguna nación, ni siquiera la menos poderosa, fuera del conjunto que están constituyendo”. Pues bien, el tiempo le ha dado la razón, y nuestros hijos aprenden hoy un mapa de Europa que alarga los confines de la Unión hasta la frontera rusa. Se comprende que el pasado 30 de Octubre, veinticuatro horas después de la firma del Tratado Constitucional Europeo, Juan Pablo II se haya dirigido al presidente polaco en estos términos: “La Sede apostólica, y yo personalmente, nos hemos esforzado por sostener este proceso para que Europa pueda respirar con dos pulmones, con el espíritu de Occidente y de Oriente”.
Podría decirse que Juan Pablo II ha entendido esta tarea como una de las misiones de su pontificado, indisolublemente ligada a su ministerio de Obispo de Roma y cabeza de la Iglesia Católica; hasta el punto de que esa misión pudo incluso costarle la vida. Y sin embargo, al contemplar la estación actual de este proceso, no sería extraño que el Papa se haya sentido como Moisés en el desierto. Ya en aquella ocasión de Gniezno, siete años atrás, había advertido que se estaban levantando en Europa nuevos muros, y que no serían derribados sin regresar al Evangelio. Desde luego esta Europa, a pesar de tantos logros verdaderamente positivos, no es la que el Papa pensaba en aquel atardecer de Compostela del año 82, como tampoco es la que soñaron los padres fundadores, Schuman, Monet, Adenauer y De Gasperi.
Y sin embargo, Juan Pablo II ha repetido, al menos en tres ocasiones en los últimos meses, que sigue “mirando con confianza la construcción larga y ardua de la Unión Europea”. La primera fue la mencionada audiencia al Presidente de Polonia, en la que diseñó una auténtica hoja de ruta para los católicos europeos: “a pesar de que en la Constitución europea falta una referencia explícita a las raíces cristianas…confío en que los valores perennes elaborados sobre el fundamento del Evangelio... sigan inspirando los esfuerzos de quienes se asumen la responsabilidad de la formación del rostro de nuestro continente”. La segunda, tuvo lugar en el Ángelus del 31 de octubre de 2004, dos días después de la firma del Tratado Constitucional. En esa significativa ocasión, pidió también a los cristianos que en los próximos años “sigan llevando a todos los ámbitos de las instituciones europeas los fermentos evangélicos que son garantía de paz y de colaboración entre todos los ciudadanos con el compromiso compartido de servir al bien común”. La tercera ha sido su Mensaje al Arzobispo de Santiago de Compostela con motivo de la clausura del Año Santo.