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EL CARDENAL SWIATEK, HÉROE EN EL GULAG SOVIÉTICO

Sólo se podía resistir con la fe

El pasado 15 de junio el Papa aceptó la renuncia del cardenal Kazimierz Swiatek, el último purpurado testigo del Gulag, memoria viviente de la Iglesia que padeció el martirio en la Unión Soviética. Desde 1991 era arzobispo de Minsk-Mohilev en Bielorrusia, el país que sufre la legislación más restrictiva en materia religiosa de toda Europa. Quizás por eso el Papa no ha querido dispensar a este gigante de la fe del duro trabajo de guiar a su pueblo hasta los 91 años.

El pasado 15 de junio el Papa aceptó la renuncia del cardenal Kazimierz Swiatek, el último purpurado testigo del Gulag, memoria viviente de la Iglesia que padeció el martirio en la Unión Soviética. Desde 1991 era arzobispo de Minsk-Mohilev en Bielorrusia, el país que sufre la legislación más restrictiva en materia religiosa de toda Europa. Quizás por eso el Papa no ha querido dispensar a este gigante de la fe del duro trabajo de guiar a su pueblo hasta los 91 años.
Prisioneros camino del Gulag

Y ciertamente han sido años bien trabajados. Nació en 1914 en Walga, entonces localidad de la Polonia oriental y hoy perteneciente a Estonia. A los pocos meses de ser ordenado, el ejército soviético invadió Polonia; no sin algo de ironía, el cardenal explicaría años más tarde que desde aquel momento se convirtió en ciudadano soviético, "algo que no sólo me ha traído privilegios en la vida". Al poco tiempo sufre su primer arresto por el KGB, que lo interrogó 59 veces en dos meses, pero la ofensiva alemana en el frente ruso le permitió recobrar la libertad y regresar a su parroquia, donde le esperaba una nueva sorpresa, ya que la casa rectoral había sido ocupada por la Gestapo. A pesar de todo, pudo desempeñar su ministerio durante la ocupación alemana, hasta 1944.

El cardenal Kazimierz SwiatekEl avance incontenible del ejército rojo sellará la incorporación de aquellos territorios a la Unión Soviética, y marcará el inicio de un largo calvario para el joven sacerdote. Inmediatamente fue detenido y condenado a diez años de trabajos forzados, primero en el campo de Marwinsk, en la Siberia oriental, donde cortaba madera, y más tarde en Vorkutá, en las costas del Ártico, donde los condenados sobrevivían a duras penas con una ración diaria de 300 gramos de pan bajo terribles temperaturas. Durante aquellos años, Kazimierz sólo pudo decir Misa a escondidas en contadas ocasiones; entonces guardaba la comunión en una caja de cerillas para llevarla a los prisioneros católicos del campo, a los que procuraba confortar en la fe, sabiendo que con ello se jugaba la vida. En 1954, tras la muerte de Stalin, recobró la libertad y volvió a Minsk, convertida en capital de Bielorrusia, donde encontró un panorama desolador: el 90% de las iglesias habían sido destruidas, y la mayor parte de los sacerdotes habían desaparecido, la catequesis estaba prohibida y la propia administración del bautismo a los niños implicaba graves riesgos para las familias. Durante décadas, un puñado de sacerdotes como Kazimierz, siempre bajo vigilancia, ayudaron a dos millones de católicos a mantener viva la llama de la fe en el territorio de la actual Bielorrusia.

Sólo con los nuevos aires de la perestroika de Gorbachov la Santa Sede pudo reconstituir la jerarquía en los territorios de la URSS. En 1991 Juan Pablo II nombró a Kazimierz Swiatek arzobispo de Minsk-Mohilev. Tenía entonces 77 años, una edad a la que la mayor parte de los obispos pasan al retiro. Sin embargo, para él empezaba la nueva aventura de reconstruir la Iglesia en Bielorrusia desde los cimientos. Durante estos años el anciano pastor curtido en los fríos del Ártico ha trabajado sin descanso para revitalizar la fe del pueblo, en medio de nuevas dificultades. Con la desmembración de la URSS Bielorrusia pasó a ser dirigida por el autócrata Lukashenko, que ha frenado todo intento de verdadera democratización y que en 2002 aprobó una durísima ley que limita gravemente la libertad religiosa. Así, la Iglesia Ortodoxa es considerada prácticamente como Iglesia nacional, a pesar de que existe un 20% de población católica con profundas raíces en el país, y el Estado impone grandes dificultades a la entrada de sacerdotes extranjeros, que serían necesarios para paliar el déficit arrastrado desde la etapa soviética. Por otra parte, el ateísmo práctico también asoma su larga sombra tras el gran vacío que dejó la ideología comunista.

Sin embargo, el cardenal Swiatek ha podido ver cómo se levantaban sendos seminarios con un centenar de jóvenes, que se preparan para el sacerdocio, así como el retorno de muchos jóvenes a la vida eclesial, el florecer de la catequesis en las parroquias y la creación de una editorial católica. Son los frutos de quince años de incansable trabajo, por los que no ha dejado de bendecir a Dios ni un solo día. Cuando le preguntan sobre la época terrible del Gulag, el cardenal responde sencillamente: "Siempre he pensado que toda mi vida depende de Dios; si el Señor tenía un plan para mí después de aquellos años, me permitiría seguir viviendo; y así ha sido". En efecto, la vida de Kazimierz Swiatek nos hace ver que la fe hace renacer lo humano incluso en las situaciones más oscuras de la historia. Su testimonio es ya parte indiscutible de la limpia alegría de la Iglesia.
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