En el fondo la misma prisa, la misma sospecha que anidó en el corazón del profeta, atenazan con frecuencia a los hombres de cada época, y entonces la esperanza que trajo Jesús se ve sustituida por otros tantos proyectos de salvación. Pero hoy como ayer, el problema hay que centrarlo en los hechos. Jesús no confrontó las dudas de Juan con un discurso filosófico, sino con los hechos que sucedían a su alrededor y de los que se hablaba en toda Judea. Y la historia de la Iglesia, desde entonces hasta nuestros días, no es sino una sucesión de hechos con los cuales el Dios que ha tomado un rostro humano desafía el escepticismo de cada generación.
La encíclica Spe Salvi viene a ser, en este sentido, como la sal que a un tiempo sana y escuece sobre la herida de nuestra época, porque frente a la divinización de la ciencia, de la política o del bienestar consumista, nos presenta el florecer de la humanidad que ha forjado en la historia el encuentro con Jesucristo. Una humanidad que sorprende dentro de las circunstancias de cada día, ya sean pacíficas o violentas, placenteras o dolorosas, por la belleza y la verdad que manifiesta. Como ha recordado Benedicto XVI en el Ángelus del pasado Domingo, "la alegría cristiana brota en esta certeza: Dios está próximo, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel, y esta alegría permanece también en la prueba, en el sufrimiento mismo, y permanece no superficialmente, sino en lo profundo de la persona que se entrega a Dios y confía en Él".
Y a continuación, el Papa ha propuesto la figura de la Madre Teresa de Calcuta como testimonio elocuente de esa verdad que acompaña la existencia cristiana a través de los siglos. A ella no se le ahorraron ni el contacto con la miseria, ni la experiencia del fracaso y de la calumnia, ni siquiera la prueba de la noche oscura de la fe... y sin embargo, nos dejó el testimonio de que, al acoger a Cristo, "tenemos en nuestro poder estar en el paraíso ya desde aquí y desde este momento". Es el mismo testimonio que atraviesa toda la encíclica, desde los más antiguos como Ambrosio, Agustín o Bernardo de Claraval, hasta los más modernos como la esclava sudanesa Josefina Bakhita o el mártir vietnamita Le-Bao-Thin. Ellos nos demuestran que aunque el desorden y la injusticia parezcan dominar los tiempos de la historia, ésta se puede cambiar desde dentro, generando un espacio de libertad, de razón y de bondad, en el que todos se reconocen más plenamente humanos. Como afirma Benedicto XVI en Jesús de Nazaret, "la causa de Dios parece estar siempre como en agonía, sin embargo se demuestra como la que verdaderamente permanece y salva".
En la Navidad de 2007, a la Iglesia que parece una barca frágil navegando en medio de las tormentas de la historia, se le plantea la misma pregunta que formulaban los enviados de Juan el Bautista. Su respuesta sólo puede ser el testimonio de hombres y mujeres cambiados por el encuentro con Cristo, hombres y mujeres cuya presencia en las diversas circunstancias de la vida sea capaz de liberar tanta ceguera, de abrir tanta cerrazón, y de anunciar la única esperanza que no defrauda. Ese es el atrevimiento ingenuo que moverá siempre a los cristianos, frente a la prepotencia cínica de los poderosos y los sabios de cada época.