Menú
EN LA MUERTE DE ÁNGEL SUQUÍA

Un buen pastor

La reciente muerte del cardenal Ángel Suquía, retirado desde hacía doce años en su Guipúzcoa natal, es motivo para refrescar la memoria sobre un periodo crucial de la Iglesia en España. Es también ocasión para expresar agradecimiento a una figura tan sobria como discreta, a quien los analistas de diverso signo no han distinguido precisamente con su simpatía.

La reciente muerte del cardenal Ángel Suquía, retirado desde hacía doce años en su Guipúzcoa natal, es motivo para refrescar la memoria sobre un periodo crucial de la Iglesia en España. Es también ocasión para expresar agradecimiento a una figura tan sobria como discreta, a quien los analistas de diverso signo no han distinguido precisamente con su simpatía.
Monseñor Ángel Suquía

Empecemos por decir que Suquía pertenece plenamente a aquella generación de obispos que vivió en primera persona la aplicación tumultuosa del Concilio en España y que pilotó la nave de la Iglesia durante la Transición, con plena conciencia del momento histórico que vivía nuestro país y de la necesidad de que la Iglesia aportase su contribución específica a ese proceso. Desde su cátedra compostelana, el arzobispo Suquía apoyará también la recuperación de las libertades, y la reconciliación a través de la amnistía. Sin embargo el protagonismo de Ángel Suquía en la historia reciente de la Iglesia en España iba a estar ligado a un momento posterior. En efecto, en 1983 el Papa le elige como sucesor del cardenal Tarancón para presidir la archidiócesis de Madrid-Alcalá.

Podríamos decir que se trata de un momento de cambio de ciclo, tanto en la Iglesia como en la sociedad española. Por un lado, apenas habían pasado tres meses de la primera visita de Juan Pablo II a España, que supuso un verdadero revulsivo para nuestra Iglesia: la conciencia de que se abría una nueva tarea marcada por la recuperación del vigor interno de la comunidad eclesial y por la necesidad urgente de una nueva evangelización. Durante años, como ha explicado con especial agudeza Fernando Sebastián, la Iglesia había consumido buena parte de sus energías en servir a la gran tarea del tránsito a la democracia, un servicio ciertamente impagable; pero ahora el tiempo histórico imponía una nueva longitud de onda. La otra coordenada de aquel 1983 en Suquía trueca la Compostela eterna por el Madrid bullicioso y cosmopolita, es la reciente victoria socialista en las urnas. También en la vida político-social se abre un cambio de ciclo con la victoria inapelable de la izquierda, y en seguida se vio que eso tenía implicaciones muy concretas para la misión de la Iglesia.

Muchos han dicho que Suquía encarna el giro wojtyliano de la Iglesia en España, con el aparcamiento definitivo del taranconismo. En realidad las cosas son más complejas; durante años Suquía compartió sin recelos los afanes de la Iglesia guiada por Tarancón, pero en 1983 había sonado el gong de un cambio de época, y aquel vasco ascético de verbo poco brillante tuvo la sagacidad de comprenderlo. Eran la nueva realidad de la sociedad española y la urgencia de la misión las que demandaban un cambio de acento, que por otra parte impulsaba con bríos el nuevo pontificado. Un hombre muy diferente a él en sensibilidad, temperamento y formación, como Fernando Sebastián, comprendió también perfectamente este "cambio de hora", y habría podido ser el piloto de la nueva navegación, pero la historia se escribió de otra manera.

El cardenal Ángel SuquíaEn Madrid-Alcalá, epicentro de la convulsión política, se apreciaba especialmente la necesidad de un cambio de rumbo, y Suquía, que tardará aún cuatro años en ocupar la Presidencia de la Conferencia Episcopal, se dedica en cuerpo y alma a una reconstitución de la vitalidad diocesana. Fueron decisivos los cambios en el Seminario (en su disciplina y en sus formadores) y en el Centro de Estudios Teológicos, al que orientará denodadamente hacia su conversión en la actual Facultad de Teología San Dámaso. Cuidó especialmente a los sacerdotes, preocupándose de que los jóvenes pudiesen formarse en Roma, aunque eso supusiese un sacrificio temporal para la pastoral diocesana. También impulsó la pastoral universitaria, y comenzó a tomar contacto con las nuevas realidades eclesiales que habían ido surgiendo en los años del post-concilio, pero que apenas asomaban la cabeza en el día a día de la diócesis. Formado en la escuela sacerdotal de Vitoria, Suquía tenía el esquema ideal de la Acción Católica, y no le resultaba fácil entender la dinámica de los nuevos movimientos, pero su amor concreto a la Iglesia le permitía reconocer sin prejuicios los frutos de estas nuevas formas asociativas, y a lo largo de los años simpatizó cordialmente con ellas. En los primeros años de su ministerio en Madrid no le faltaron dificultades y sinsabores, que podemos retratar en la famosa carta de trescientos curas madrileños, reproducida a toda plana por El País en 1985. Su paciencia ignaciana y su exquisita delicadeza humana le permitieron superar ese y otros trances sin cultivar nunca la amargura. Años después, alguno de los firmantes llegó a incorporarse a su equipo de gobierno.

1987 marca una nueva inflexión en su trayectoria, con la elección como pesidente de la Conferencia Episcopal. Sus discursos en la apertura de las Asambleas Plenarias entran de lleno en el análisis de una época en la que ya es evidente la descristianización de la sociedad española, aventada también desde el poder político. Son discursos duros, que levantan ampollas en las áreas gubernamentales y en los medios de comunicación, nada acostumbrados a una Iglesia que entrase de lleno en la polémica. Durante su Presidencia, la Conferencia Episcopal publica en 1990 la Instrucción Pastoral "La verdad os hará libres", verdadero aldabonazo para la conciencia social y texto profético sobre la crisis final del periodo socialista, cuando asomaban ya los fantasmas de la corrupción y de la invasión de las instancias sociales por parte del poder político. El rechazo sistemático de Felipe González a recibir en La Moncloa al entonces presidente de la CEE tiene mucho que ver con este nuevo rumbo que el cardenal Suquía sintió la responsabilidad de imprimir.

Lo cierto es que la dureza del tiempo que le tocó en suerte propició que se expandiera, dentro y fuera de la Iglesia, una imagen de aspereza que en absoluto corresponde a su templanza y bonhomía. Tanto que en un primer momento, al producirse en 1993 su relevo en la Presidencia de la Conferencia Episcopal, muchos despacharon su etapa como una época de confrontación innecesaria y le dedicaron glosas nada edificantes. La perspectiva del tiempo, tanto en Madrid como en el conjunto de la Iglesia en España, nos permite hoy una mirada de gratitud hacia el servicio del cardenal Ángel Suquía en aquellos años difíciles. Su ministerio en Madrid dejó a su sucesor una diócesis más unida, concorde y entusiasta, y más volcada en la tarea misionera. Y la palabra de la Iglesia, que pudo sonar áspera y cortante en los años de su Presidencia, fue una luz para el conjunto de una sociedad que necesitaba urgentemente un nuevo impulso. Que Dios se lo pague.
0
comentarios