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BENEDICTO XVI

Un capitán para navegar en mar abierto

“He llevado mi equipaje a Roma, y desde hace años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuándo seré puesto en libertad, no lo sé...” Así concluye Josef Ratzinger sus recuerdos, reunidos en el libro “Mi vida” (Ediciones Encuentro 1997). Ahora sabemos que ya no volverá a su Baviera natal, como tantas veces había pedido a su padre y amigo, Juan Pablo II. Uno de los Cónclaves más rápidos de la historia reciente, le ha proclamado Papa a pesar de sus 78 años recién cumplidos, de su frágil salud y de la previsible ferocidad que manifestaría un sector de la intelectualidad progresista y de los medios de comunicación. Entonces, ¿por qué?

“He llevado mi equipaje a Roma, y desde hace años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuándo seré puesto en libertad, no lo sé...” Así concluye Josef Ratzinger sus recuerdos, reunidos en el libro “Mi vida” (Ediciones Encuentro 1997). Ahora sabemos que ya no volverá a su Baviera natal, como tantas veces había pedido a su padre y amigo, Juan Pablo II. Uno de los Cónclaves más rápidos de la historia reciente, le ha proclamado Papa a pesar de sus 78 años recién cumplidos, de su frágil salud y de la previsible ferocidad que manifestaría un sector de la intelectualidad progresista y de los medios de comunicación. Entonces, ¿por qué?
Una mujer siguiendo la homilía de Benedicto XVI en una pantalla gigante
No me satisface la explicación bien intencionada de quienes afirman que ha vencido el deseo de blindar el legado inmenso de Juan Pablo II, encarnado en la figura de quien durante más de dos decenios ha sido el guardián de la ortodoxia católica. Primero porque ese legado no se debe encerrar celosamente tras los muros, sino que debe ser como la semilla que se hunde en la tierra para germinar y dar un fruto que aún no podemos prever. Segundo porque el Papa Ratzinger, Benedicto XVI, no tiene alma de conservador de museos, sino de explorador de caminos desconocidos.
 
El nuevo sucesor de San Pedro llega desde el corazón de la Europa central, y conoce profundamente el desarraigo de una sociedad que a mediados de los años 60 entregó sus esperanzas en manos de las utopías ideológicas, que una vez fracasadas, dejaron un campo sembrado de sal. Una sociedad que trata de encubrir la tremenda soledad de sus gentes con el narcótico de un bienestar conseguido a cualquier precio, en la que se niega la posibilidad de relaciones duraderas, en la que se censura la pregunta por el significado del mundo y se desprecia el propio esfuerzo por conocer la verdad. Lo interesante es que frente a este panorama, que han descrito con agudeza numerosos pensadores laicos, Ratzinger nunca se ha asustado o encastillado, sino que ha querido descender al hondón de este profundo drama de nuestra época, para sanar la herida con la gran luz de Jesucristo. Para ello, ha intentado tejer una relación de verdadero diálogo con los hombres y mujeres de esta generación marcada por el relativismo y el nihilismo, pero cuya sed de felicidad no se ha apagado: “me parece que precisamente nuestro tiempo, con sus contradicciones y desesperaciones, su masivo refugiarse en callejones como la droga, manifiesta visiblemente la sed del Infinito, y sólo un Amor infinito que entra en la finitud y se convierte en un hombre como yo, es la respuesta”.
 
¡Cuántas caricaturas hemos escuchado estos días! Pesimista, reaccionario, severo, inquisidor... Apenas hace unos meses se dirigía a los laicistas europeos, reconociendo que Europa es el continente de las luces y de la razón, un patrimonio que la Iglesia desea defender; y les desafiaba diciendo: “¡pero también vosotros debéis aceptar la espina dorsal de vuestra propia carne!” No me extraña que el inteligente Marco Politi, vaticanista de La Repubblica, el diario de la izquierda italiana, saludara la elección del nuevo Papa reconociendo que es el hombre capaz de conducir el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno. ¡Casi lo mismo que la prensa española! (Por cierto, ¿cómo es que El País, su diario correspondiente en España, no tradujo esta vez la crónica de Politi?)
 
Benedicto XVI no será una copia de Juan Pablo II, pero sí un hijo de ese gran pontificado que nos deja una Iglesia más valiente, más libre y más joven. Su primera homilía ante los cardenales que le han elegido ha sido un precioso canto de libertad cristiana. Comprende que su deber es hacer que resplandezca ante los hombres la luz de Cristo, respuesta a una humanidad turbada por incertidumbres y temores sobre el futuro; se compromete, hasta la extenuación, en la tarea de reconstruir la unidad plena y visible de los seguidores de Cristo; asume la realización del Concilio Vaticano II, cuyas enseñanzas son especialmente pertinentes en las nuevas realidades de la Iglesia y de la sociedad globalizada; acoge las esperanzas de los jóvenes para ayudarles a encontrar con mayor profundidad la respuesta que ansían; y se ofrece a los hombres de otras religiones y a los no creyentes, para buscar juntos el verdadero bien del ser humano y de la sociedad. Ciertamente, los cardenales no han elegido a un cancerbero, sino a un guía para los grandes horizontes.  
 
El misterio de Pedro es el de una debilidad que no oscurece al amor, sino que lo confiesa, y por eso el Señor la transforma misteriosamente en piedra sobre la que todos puedan apoyarse con seguridad. A sus 78 años, el renombrado teólogo Ratzinger podía esperar justamente un retiro brillante y merecido, entre el reconocimiento de los que incluso han sido sus enemigos declarados durante años. Y sin embargo ha aceptado esta nueva llamada que implica una tremenda carga en términos humanos: para que nuestra fe sea más fuerte y llena de razones, para que el mundo acoja la juventud siempre nueva del Evangelio.
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