Grupos sociales enteros (mujeres de clases humildes, mineros, obreros de la primera industria, vecinos de los arrabales de las ciudades en crecimiento, gitanos, etc.) que hasta entonces estaban privados de atención educativa, y a los que no alcanzaba ni por asomo la solicitud del Estado en este campo, se beneficiaron de esas iniciativas. Además, en muchos casos, estas realidades educativas fueron verdaderos bancos de pruebas de la innovación pedagógica, y semilleros para la formación de futuros maestros. Baste citar los casos de Dolores Sopeña, José María Rubio, Carmen Sallés, José María Manyanet, Andrés Manjón o Pedro Poveda, entre otros muchos.
En el arco temporal que va desde mediados del siglo XIX a la II República, la presencia de una red de escuelas católicas cada vez más extendida, constituyó un factor de beneficio social innegable para España. Quizás ya desde entonces ha funcionado el viejo lema marxista de “cuanto peor mejor”, y esa presencia benéfica fue vista por algunos progresistas revolucionarios, como un obstáculo para sus proyectos de violenta ruptura. Su norte no era el bienestar y la prosperidad del pueblo, sino la ejecución de su proyecto ideológico a toda costa. De ahí que cuanto más extensa y eficaz fuese la tarea educativa emprendida por estas escuelas, mayor fuese la hostilidad que provocaban. Al odio enconado del radicalismo liberal del XIX, le siguió después el frío e implacable análisis de la revolución marxista, que no podía aceptar el significado social y cultural de esa presencia educativa en territorios que consideraba su coto exclusivo. Así se explica la inquina con que fueron perseguidos en el entorno de nuestra guerra civil algunos religiosos que destacaban por su dedicación a los más pobres. Por el contrario, jamás se escuchó de los portavoces de esa supuesta modernización que necesitaba la atrasada España, una palabra de gratitud por la dedicación, la audacia y la capacidad reformadora de los hombres y mujeres de las escuelas católicas. Y bien mirado, tiene su lógica (¡su perversa lógica!), porque ellos representaban la demostración elocuente de que la tradición cristiana tiene un potencial de humanización, de cambio y de reconciliación imparables.
Lo peor es que todo esto, lejos de ser un mal sueño relegado a la trastienda más lóbrega de nuestra historia, tiene hoy su desgraciada actualización, aunque sea con moldes ideológicos reciclados. El gobierno-pedagogo de Zapatero, dispuesto a ejercer la vuelta de tuerca cultural necesaria para que la sociedad española abandone de una vez sus vínculos con la tradición cristiana, sólo puede ver en la escuela católica un inoportuno obstáculo. Así pues, manos a la obra. El Proyecto de reforma educativa ya prepara el camino para asfixiar la supervivencia económica de los colegios concertados y busca condicionar su ideario (el denominado “carácter propio” del centro); mientras tanto, la política educativa de los gobiernos del PSOE y sus socios en las Comunidades Autónomas, restringe con mano de hierro la concesión de Conciertos y dificulta al máximo la libertad de elección de los padres.
Pero no se trata sólo de la política (que a fin de cuentas siempre es reflejo y concreción de una cultura) sino de la proyección de unos estereotipos grotescos sobre la escuela católica que tienden a provocar su descrédito social, y que manifiestan la pervivencia de mitos y prejuicios. Ahí tenemos al cineasta Almodóvar, cuyos traumas debemos imputar a esa “mala educación” que afortunadamente no le ha llevado al Oscar, o la ínclita directora de la Biblioteca nacional, Rosa Regás, que acusa los colegios católicos de manipular la historia, mientras nos dispensa cada día una ración colmada de sectarismo desde un puesto que merecería algo más de respeto y decoro institucional.