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PRIMERA ENCÍCLICA DE BENEDICTO XVI

Un vértigo de caridad

“Es una palabra tan ajada y sometida a abusos, que casi da miedo pronunciarla con los propios labios”, ha dicho el Papa. Y sin embargo él ha querido colocarla con letras de oro al comienzo de su primer gran mensaje a la Iglesia y a toda la humanidad. El amor es la palabra que mejor define el ser mismo de Dios, su acto creador y su historia con el hombre: Deus caritas est. Un amor que le ha llevado a asumir un rostro humano, más aún, le ha llevado a asumir la carne y la sangre, el corazón del hombre.

“Es una palabra tan ajada y sometida a abusos, que casi da miedo pronunciarla con los propios labios”, ha dicho el Papa. Y sin embargo él ha querido colocarla con letras de oro al comienzo de su primer gran mensaje a la Iglesia y a toda la humanidad. El amor es la palabra que mejor define el ser mismo de Dios, su acto creador y su historia con el hombre: Deus caritas est. Un amor que le ha llevado a asumir un rostro humano, más aún, le ha llevado a asumir la carne y la sangre, el corazón del hombre.
Benedicto XVI

La dulzura luminosa de Dante, evocada por Benedicto XVI para reflejar el fondo último de este Amor que es el secreto de toda la realidad, se torna un apremio agudo al contemplar nuestra época marcada por la aridez y la violencia: “¡tenemos necesidad del Dios vivo que nos ha amado hasta la muerte!”. Ahí tenemos la explicación de esta Encíclica, sobre cuyo carácter programático algunos discuten bizantinamente. Naturalmente que este texto revela la dirección de un pontificado que busca colocar en el centro lo esencial del anuncio cristiano (tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo), y que se inclina sobre los dolores de este mundo para sostener su escasa y vacilante esperanza.

Con esta Encíclica “quería mostrar la humanidad de la fe”, confiesa el Papa. Porque Cristo no ha entrado en la historia para amputar ninguna dimensión de lo humano, sino para llevarlas todas a su plenitud. La encarnación del Verbo es el “sí” elocuente y definitivo de Dios al hombre, que asume toda la potencialidad de lo humano para llevarlo a su cumplimiento total. Así la vocación al amor, que es el motor de toda la existencia humana, se aclara y profundiza en el sacrificio de Cristo, que no se busca a sí mismo sino el bien de aquellos a los que amaba. En un trazo genial, Benedicto XVI nos muestra que la fuerza atractiva del “eros” nace del manantial de la bondad de Dios, pero su propio dinamismo le conduce a transformarse en “ágape”, en búsqueda del bien del otro aun a costa del propio sacrificio. Y esta forma de amor tiende a plasmar la propia existencia de la comunidad cristiana en cuanto tal. En este punto el Papa Ratzinger relanza uno de los temas que le resultan más urgentes: la superación de la idea de una Iglesia-organización, prestataria de servicios espirituales y humanitarios. La Iglesia no es una estructura que propaga un discurso, su propia realidad social es fruto de la fe y don del Espíritu, y por tanto debe reflejar esta naturaleza esencial en su quehacer cotidiano.

El Papa ha tenido especial interés en remarcar que la encíclica no se compone de dos partes independientes entre sí: una especulativa, propia del teólogo Ratzinger, y otra práctica, orientada a “lo que hay que hacer”. Sería no haber entendido nada. La caridad como dimensión de toda la vida de la Iglesia, es el corolario natural e indispensable del recorrido que traza la primera encíclica de Benedicto XVI. Las organizaciones caritativas de la Iglesia encontrarán aquí una fuente de estímulo y también de saludable corrección, pero en el fondo son todas y cada una de las comunidades eclesiales las que deben sentirse concernidas por este aldabonazo: la caridad sólo es tal, si llega a hacer visible, de algún modo, al Dios invisible.

Caridad y misión profundamente unidas, es el mensaje final de esta carta: todo un programa para la Iglesia que recorre los primeros años del siglo XXI. Porque el hombre que sufre pide también el Infinito; no basta aliviar su dolor con una ayuda necesaria pero parcial, sino que somos llamados a comunicarle el don de Dios, que es amor. Y cuanto más consciente sea esto en la acción de cada cristiano y de cada comunidad, tanto más eficaz será su tarea de transformar el mundo.
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