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RUPTURA CON LA TRANSICIÓN

Una base común para el diálogo

Primero, en un homenaje al responsable del genocidio de Paracuellos, divide a los ciudadanos en “los buenos y los malos”; después, consigue repartirse a las víctimas del terrorismo y dividir a los vivos; y ahora pretende dividir a la jerarquía católica en un “sector dañino para la democracia” y otro que no lo es. La verdad es que estos maniqueísmos de Peces-Barba ya son viejos y rancios.

Primero, en un homenaje al responsable del genocidio de Paracuellos, divide a los ciudadanos en “los buenos y los malos”; después, consigue repartirse a las víctimas del terrorismo y dividir a los vivos; y ahora pretende dividir a la jerarquía católica en un “sector dañino para la democracia” y otro que no lo es. La verdad es que estos maniqueísmos de Peces-Barba ya son viejos y rancios.
Peces Barba
Yo creo que el problema de algunas personas es que están atrapadas en el sectarismo y en el fundamentalismo y no caen en la cuenta. Todos estamos expuestos, por causas distintas, a perder un cierto dominio de la objetividad y, del mismo modo, el sentido de la justicia. Incluso cuando denuncio lo que considero corrupciones y fechorías, tengo el objetivo de apuntar por donde creo que no podemos transitar, porque hay caminos que no van a ninguna parte. Y lo hago porque tengo la convicción de que no todo vale lo mismo, ni todos los políticos son iguales; y que en la vida y en la política, si perdemos el sentido de los principios, se termina quebrando la estructura de la convivencia y de la paz social.
 
En esta nueva etapa de nuestra historia, iniciada a prisa sobre la manipulación de la masacre del 11M, no dejo de preguntarme: ¿Cómo caminar juntos, cómo anteponer lo que nos une a lo que nos divide y enfrenta? Creo que este debe ser siempre, hoy si cabe más, uno de los compromisos públicos de los ciudadanos cristianos, con independencia de la ideología y la opción política que practique cada uno.
 
Lo que no podemos es pasar el tiempo haciendo músicas celestiales que parecen compromisos, pero que nunca toman partido por nada. A veces, leemos reflexiones interesantes, pero no terminan de sacarnos de la nebulosa de los buenos pensamientos. Los ciudadanos cristianos estamos en tensión permanente entre lo que creemos y lo que vivimos en la vida cotidiana. Creer implica siempre esperanza, es cierto, pero también riesgo, porque nos jugamos la cara en opciones que, por naturaleza, son históricas, provisionales y, por tanto, relativas. La claridad y la firmeza, que debemos cultivar por fidelidad y coherencia a nuestra fe, es también lo que fundamenta la tolerancia y la humildad que hemos de practicar, con quienes piensan, creen y sienten de manera diferente.
 
Viene todo esto a cuenta de que no entiendo la prisa de algunos por romper la base común de diálogo construida en la transición democrática, –y que tan buenos resultados ha dado al servicio del bien común–, para sustituirla por una base de ruptura combativa, que tan nefastos resultados está produciendo para la convivencia.
 
La Constitución de la República (1931) dice que “El Estado español no tiene religión oficial” (artículo 3). Esta afirmación, en si misma positiva, en cuanto declaraba la separación entre la Iglesia y el Estado y reconocía la autonomía de la comunidad política, tenía en los artículos 26 y 27 un desarrollo claramente hostil y sectario en lo referente a lo religioso católico. Éste fue, en realidad, el sentido del “Estado laico republicano”: no sólo se desentendió del hecho religioso como derecho personal, como hecho social, cultural, histórico, antropológico y filosófico, sino que, directa e indirectamente, se reveló y comportó de manera persecutoria y asesina. El concepto de laicidad de entonces estaba impregnado de combatividad a la Iglesia católica. Eso está en la historia. No querer admitirlo no nos ayuda a buscar caminos de superación de viejos rencores para dedicarnos al entendimiento mutuo y a la reconciliación.
 
Con la transición a la democracia, en los años setenta, la Constitución Española (1978) evitó el término “laico”, en contra de lo que querían algunos, e introdujo la fórmula del “Estado aconfesional”, en el artículo 16.3, con la frase “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Pero, a continuación, recoge con claridad que una cosa es el “Estado” (que no tiene religión propia) y otra la “sociedad”, que no es laica ni aconfesional, sino confesante de una pluralidad de creencias religiosas. Por eso, el mismo artículo prosigue diciendo que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española…”, es decir, no pueden desentenderse del hecho religioso y de su presencia pública. Además, el mismo artículo termina afirmando que, teniendo en cuenta esas creencias, “mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. En esta línea, se firmaron los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede sobre asuntos culturales, educativos, asistencia religiosa y otros, en 1979. Y más tarde, se firmaron acuerdos con otras religiones y confesiones.
 
Desde entonces, el Estado Español y la Santa Sede tienen una base común para el respeto mutuo, el diálogo y la cooperación. Entonces como hoy, existen razones históricas, sociales, culturales y otras, para que las relaciones entre ambos sean vistas no en clave de privilegio para la Iglesia, sino como base para caminar juntos, en aquellos temas en los que pueda haber cooperación. La realidad pasada y presente enseña que hay más desafíos que nos unen que intereses que nos distancian. Esto sí es laicidad sana, constructiva e incluyente.
 
Como decía antes, no entiendo la prisa de algunos por romper la base común de diálogo construida en la transición democrática. Ya sé que todo esto es más complicado cuando se proyecta en clave de poder. Sin embargo, ¿por qué no superamos esa pretensión y lo hacemos comprensible al común de los ciudadanos? Creo que si somos más fieles a la realidad y más respetuosos con nuestras raíces culturales y con nuestra historia, podemos ayudar a vencer los maniqueísmos estériles y los instintos excluyentes, y encontrar más fácil la base común del diálogo.
 
 
Juan Souto Coelho es miembro del Instituto Social León XIII.
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