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CRÍTICAS A LAS ÚLTIMAS DECISIONES DEL PAPA

Una carga enorme

Cuando la ventisca arrecia sobre la Sede de Pedro, y eso sucede de manera recurrente desde hace cuarenta años, nada mejor que repasar las últimas páginas de El Complejo Antirromano, obra maestra de H. U. von Balthasar sobre el significado de ese oficio siempre misterioso que fue el del pescador de Galilea y que continúa siendo el de sus sucesores.

Cuando la ventisca arrecia sobre la Sede de Pedro, y eso sucede de manera recurrente desde hace cuarenta años, nada mejor que repasar las últimas páginas de El Complejo Antirromano, obra maestra de H. U. von Balthasar sobre el significado de ese oficio siempre misterioso que fue el del pescador de Galilea y que continúa siendo el de sus sucesores.
Benedicto XVI

El genial teólogo suizo sostiene que "cada nueva humillación infligida opera una purificación y una clarificación del ministerio" y nos advierte que la Iglesia "puede huir cabizbaja de la cruz y lanzarse al activismo... pero dichosamente para ella, la cruz volverá a atraparle para que no se pierda en abstracciones."

No me extrañaría que, en sus paseos a la sombra de los Dolomitas, el Papa Ratzinger haya pensado en la profecía de su buen amigo de Basilea. Porque ¿cómo ha de sentirse un amante apasionado de Cristo, que es además uno de los más grandes intelectuales de esta época, al verse retratado en las tribunas del gran mundo como un inquisidor sin alma, como el mezquino administrador de un poder eclesiástico venido a menos? Quizás entre las cuentas del rosario se deslice aquella medio queja de su amigo Agustín: "predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo inmenso".

El cardenal Ratzinger ante Juan Pablo IIPero también es posible que Benedicto XVI haya sacado a relucir esa dosis de ironía que no le falta, esa disposición para la batalla que hubo de desplegar durante largos años al frente del negociado más duro de la Curia Romana. Claro que entonces estaba su buen amigo Juan Pablo II para parar los golpes... y ahora él ha quedado en primera línea de fuego. ¿Acaso es tan extraño? No vendría mal revisar las hemerotecas para descubrir cómo se las gastaba la "prensa sensata" en aquellos primeros ochenta, cuando se hizo casi un latiguillo aquello de la "restauración" que traía consigo el Papa polaco, lo del "invierno eclesial" y otras tantas cantinelas.

Así que quizás no deberíamos asustarnos tanto cuando El País titula con su habitual vacuidad que el Benedicto XVI "rectifica de nuevo al Concilio" o cuando el moderado Le Monde habla de "glaciación vaticana" y da por cancelada la tregua de un par de años con el intelectual germano que un día fascinó a los alumnos de La Sorbona. Y todo por recordar hasta el último suspiro que la única Iglesia fundada por Cristo sigue viva y presente en el tiempo y el espacio de la historia, que no hay corte ni refundación posible entre aquel inicio al pie de la cruz y la hora que marcan nuestros relojes digitales. Y todo por abatir con el cayado de Pedro la falsa tramoya de una Iglesia postconciliar, que ahora sí, por fin, estaría abierta al mundo para superar antiguas lacras y pecados, democrática y popular, libre de resabios ministeriales y sacramentales. Ahora sí es la Iglesia de Jesús, proclaman: aunque dé la espalda a la continuidad histórica en la que solamente pueden encontrarse los gestos y palabras verdaderos de aquel Jesús que murió y resucitó, y que dejó a sus apóstoles el fardo inenarrable de que cuanto atasen en la tierra, quedaría atado en el cielo.

A Benedicto XVI le cae ahora la consabida ración de pedrisco, por atreverse a sostener lo que en su día cambió el rumbo de dos cristianos geniales, Newman y Soloviev. El primero procedía del mundo anglicano, conectado con la Reforma, y el segundo de la gran Iglesia Ortodoxa Rusa. Ambos descubrieron que la plenitud de la forma eclesial, con todos los dones y carismas vertidos por el Espíritu de Cristo, sólo podía encontrarse contemporáneamente en la Iglesia Católica. Amaron apasionadamente la tierra cristiana en la que habían crecido respectivamente, pero aceptaron la marginación y el escarnio por proclamar la verdad que ahora Benedicto XVI ha querido recordar, humilde y sencillamente. Por suerte siempre está Pedro, para atraer sobre sí la tempestad.

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