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JUAN PABLO II

Una vida lograda

El hombre siempre tiene recuerdos de lo que le ha pasado y las cosas más importantes son las que dejan huella más profunda. El pontificado de Juan Pablo II es algo que nos ha acontecido a todos y, por ello, es un suceso biográfico personal de cada uno, al menos, lo es mío. Para mí, de todas las imágenes, la que más significativa me resulta es la de su llegada a Cuba. En el aeropuerto José Martí, lo esperaba Fidel Castro, trajeado y con corbata, y una tribuna para los discursos protocolarios, que en el caso de Juan Pablo II nunca lo eran, pues siempre eran testimonio de su fe.

Entonces, junto al dictador comunista caribeño, el Papa, ya bastante enfermo y anciano, no cejaba en su agonía –etimológicamente significa lucha-, que siempre fue hablar de Jesucristo. La boca medio abierta y babeante, la voz cansada y unas ya torpes manos forcejeaban con unos papeles que, agitados por el viento, parecían resistirse a ser leídos; pero la adversidad era su elocuencia. No recuerdo sus palabras, recuerdo la veracidad de ese momento: un hombre cuya única arma visible era su debilidad y, en ella, el poder de Dios, que se trasparecía. En los últimos días, en sus mudas bendiciones, esto ha sido aún más patente.
 
A Juan Pablo II lo recordaremos nosotros y la historia por muchos motivos. Durante estos días hemos podido leer y escuchar testimonios desde todos los puntos del planeta y opiniones sobre su pontificado que han subrayado distintos aspectos de tan dilatada y honda trayectoria; sería difícil encontrar un resquicio sin tocar. A mí personalmente, en la muerte de este Papa, ha habido algo que me ha cautivado y es el ver una vida humana lograda. Y mirando hacia atrás, ciertamente, lo que más me ha impresionado de él, más allá del Pontífice y del estadista, ha sido la presencia, durante todos estos años, de un hombre entero, de una vez: ahí estaba toda su fuerza. Es que ser cristiano, en realidad, no es otra cosa que ser hombre hasta sus últimas consecuencias y ser Papa no consiste sino en ser un hombre hasta el extremo que cumple con un servicio que Dios le ha encomendado y cumpliéndolo es como es hombre. Por ello, no se trataba de alguien despersonalizado por un protocolo, unas ceremonias o la imagen que hay que dar por el cargo, sino de una personalidad que desnuda se vertía por entero en todo cuanto hacía y en cuantos la rodeaban.
 
En medio de nuestro confuso mundo, en el que los hombres masificados y desorientados parecen moverse sin un rumbo fijo persiguiendo espejismos, Juan Pablo II caminaba firme, sabía de dónde venía y hacia dónde tenía que caminar. A todos los hombres, varones o mujeres, se nos da la vida, pero se nos da como algo por hacer y, precisamente, uno de los quehaceres que la vida consigo trae es encontrar el sentido de la misma. El último Papa lo sabía con la certeza de la fe y el mundo lo que ha visto en él es la veracidad de alguien que no interpretaba el papel inherente al cargo, sino alguien que vivía anclado en la firmeza de saber que el hombre es creado para alabar a Dios y amarle a Él y a los hombres. Muchos no han creído en sus palabras, pero lo que nadie honesto puede poner en duda es que él creyera en ello. Y además de qué manera, de aquella en que la vida es coherente con lo que se cree, pues siempre quiso vivir como quien ha sido rescatado por Cristo y cuya fuerza está en el Espíritu.
 
¿Qué podemos hacer con su recuerdo? Como Julián Marías dice: "Nada es tan estéril y funesto como la beatería. Cuando se decreta que alguien es perfecto y siempre admirable, se le hace el peor tercio, se lo deja de entender, de pensar, de aprovechar". Hemos visto una vida y una muerte plenas de sentido, hemos visto a un hombre feliz. Creo que sería muy enriquecedor conocerlo cada vez más y preguntarnos qué había detrás de ese hombre. ¿Por qué irradiaba felicidad hasta en el sufrimiento? ¿Qué necesito para que mi vida esté plenamente realizada? Sencillamente haber puesto toda la vida a la carta de Cristo. Termino con una confesión personal. Al oír a Antonio Pelayo en la televisión la noticia de la muerte del Papa, mi primera oración no fue por él, sino que le encomendé un asunto. Enseguida lo tomé como un intercesor, como un santo.
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