En nuestra sociedad, con los potentes medios de comunicación de que se dispone, nuestro campo de atención está saturado y, en no pequeña medida, estamos atosigados por mil frivolidades y superficialidades, también inmoralidades, que se interponen entre nosotros y la realidad y, a muchas personas, les lleva a la convicción de que el mundo es así. Pero el hombre siempre tiene la posibilidad de no vivir pasivamente, de no limitarse a ver lo que le ponen delante y de pararse y despertar su mirada a la realidad que velada nos esconden tras tanto griterío mediático. Uno siempre puede dedicar un tiempo a escuchar morosamente un cuadro, acaso el lienzo de Paul Gauguin que da título a este artículo y que puede verse en la exposición Gauguin y los orígenes del simbolismo.
El cuadro, del que el cartel de la exposición solamente nos brinda un fragmento, envuelve rápidamente al espectador en una atmósfera de misterio. Gauguin, en su ejecución, ha prescindido de sombras, claroscuros, perspectivas –incluso las figuras no guardan proporción unas con otras-, pero lo hace con tal mesura que el conjunto no resulta extraño y sí una puerta abierta a un trasmundo. El tronco de un árbol, en un estilo muy japonés, traza una diagonal que divide el conjunto en dos. De una parte, ocupando el lado izquierdo y el inferior, un grupo de sencillas campesinas bretonas, que acaban de escuchar una predicación, contemplan recogidas, en actitud orante, la lucha de Jacob con el Ángel (Gn. 32,24-32). Gauguin, para este grupo, usa un lenguaje extraído del arte popular, sencillo y un tanto tosco, como queriendo decir que Dios desvela su intimidad a los sencillos (Mt. 11,25).
Entre ellas y el ángulo superior derecho, hay un segundo grupo, el árbol y un bóvido extremadamente pequeño, en una posición marginal en el cuadro y en una postura un tanto extraña. Parece como si se resistiera a que alguien tirara de él con una soga, pero ese alguien no está, es como un forcejeo en hueco. Nos recuerda al buey del cuarto grabado de la historia zen El buey y el boyero, pero aquí no hay boyero que pugne con él porque, aunque en este cuadro se nos habla de la búsqueda de la propia identidad, ésta sin embargo no se juega en la mera realidad, como ocurre en la narración budista-zen. Zekkai Chusin, a finales del s. XIV, en su comentario a esta historia zen decía: "El boyero se alejó de sí mismo; así su propio buey se convirtió en un extraño para él (…). Ahora comprende que todas las cosas han sido hechas del mismo oro por muy diferentes que puedan ser sus formas, y que la naturaleza de cada cosa no es diferente de la suya propia". Para Gauguin el buey queda en un gesto vacío y las bretonas no dirigen ahí su mirada porque la identidad del hombre es algo que tiene que ver con la trasrealidad.